Fantasmas del pasado

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Hoy me siento atrapada entre recuerdos y decisiones irrevocables. Mi vida cambió de maneras inesperadas, y todo comenzó en el estudio, donde, por años, creí tener el control. Gerard y yo llevábamos dos años juntos. Era más que mi jefe; era mi pareja, aunque siempre sentí que nuestro vínculo era frágil. Quizá, en el fondo, sabía que estaba condenado. Pero lo que realmente lo arruinó fue la llegada de esos regalos.

Recuerdo que salí a hacer diligencias al Poder Judicial, revisando documentos importantes para un caso. Al regresar al estudio, todo parecía normal. Saludé a mis compañeros y me dirigí a mi escritorio. Pero al pasar por el despacho de Gerard, me quedé helada.

Ahí estaban: un ramo de flores frescas, una caja de chocolates y unos libros apilados, con una tarjeta encima. Todo en el escritorio de Gerard. Mi corazón dio un vuelco. No había forma de disimularlo. Ya había interceptado algunos paquetes de Tony y los escondí antes de que Gerard los viera, pero esta vez no tuve suerte. Era demasiado obvio.

Gerard entró detrás de mí, primero confundido, luego con una expresión desgarradora. Se acercó, tomó la tarjeta y la leyó. No sé qué decía exactamente, pero su mirada se volvió fría y distante. “¿Quién te envió esto?”, me preguntó, aunque ya lo sabía. La mentira se me atragantó en la garganta. Tony, un antiguo amigo que seguía enviándome señales, manteniendo un vínculo que nunca supe cómo cortar.

No pude mentir más. Le dije a Gerard que era Tony, que no significaba nada. Pero él no lo creyó. "No es por él", dijo, "es porque nunca me fuiste honesta". Así, con esas palabras, se terminó lo que habíamos construido durante dos años.

Esa noche, mandé un correo a Tony. Era la única forma de cerrar una puerta que debí haber cerrado mucho antes. Le dije que no podía seguir recibiendo sus regalos, que nuestra historia ya era cosa del pasado. Me sentí aliviada, pero también vacía. Al día siguiente, fui al estudio como siempre. Gerard estaba allí, en su despacho, como si nada hubiera pasado, aunque todo había cambiado.

En medio de ese caos emocional, Andrés apareció. Era distinto. Un obrero de construcción, nueve años mayor que yo, sin pretensiones. Lo conocí mientras trabajaba en un caso relacionado con su trabajo, y algo en su sencillez me atrajo. Con él, no tenía que ser la abogada sofisticada; me sentía tranquila, segura y, por primera vez en mucho tiempo, libre de las expectativas que siempre me rodeaban.

Empezamos a vernos tres semanas después de mi ruptura con Gerard. Con Andrés, todo fluía de manera natural. Íbamos a lugares sencillos, pasábamos las tardes hablando y riéndonos de cualquier tontería. Me llevaba a su casa, pequeña y humilde, que me recordaba mi niñez. Crecí en un hogar parecido, con seis hermanos, en una casa que apenas tenía lo necesario. Las paredes despintadas, el olor a humedad, el mobiliario gastado… todo me transportaba a una época sin lujos, pero con cierta paz.

Con Andrés no había nada que esconder, o eso creía.

Una noche, después de haber pasado el día juntos, terminé en su casa. Mientras dormitaba bajo el edredón, Andrés seguía despierto, revisando su teléfono. No le di importancia hasta que noté su cuerpo tensarse. Abrí los ojos y lo vi mirando la pantalla de su celular con el ceño fruncido. Algo había cambiado en su expresión. “No entiendo…”, murmuró. Me giré y vi que tenía mi perfil de Instagram abierto.

Las fotos estaban ahí, evidentes. Imágenes de apenas un mes atrás, cuando Gerard y yo aún éramos pareja. No había borrado esas publicaciones; ni siquiera se me había ocurrido. En esas fotos, estábamos en cenas elegantes, en reuniones de trabajo, abrazados y sonriendo juntos, claramente como pareja. La conexión era evidente, y aunque Andrés sabía que Gerard era mi jefe, nunca le conté la parte complicada: que también había sido mi novio.

“No puedo creerlo”, dijo, sin apartar la vista de las fotos. “Has seguido trabajando con él, lo ves todos los días… Y nunca me lo mencionaste”.

Sentí un nudo en la garganta. Me incorporé lentamente, buscando las palabras, pero era demasiado tarde. Andrés ya había entendido lo que no quise decir desde el principio. “¿Por qué no me lo contaste desde el inicio?”, preguntó, mezclando rabia y decepción. “Sabía que era tu jefe, pero nunca mencionaste que también fue tu pareja… Y lo peor es que, según estas fotos, hace poco seguías con él”.

Me quedé callada. Intenté explicarme, decirle que Gerard y yo habíamos terminado, que nuestra relación estaba completamente rota, pero la verdad que oculté nos estaba destruyendo. “No lo mencioné porque no quería que afectara lo que teníamos”, traté de sonar convincente, aunque ni yo misma me creía.

Andrés dejó el teléfono a un lado y me miró con amargura. “No es solo porque sigues trabajando con él”, dijo, su voz dura. “Es porque me lo ocultaste. Si me lo hubieras dicho, tal vez lo habría entendido. Pero ahora… ya no sé en qué creer”.

Y ahí estaba mi error. No era que aún trabajara con Gerard. Era que omití toda una parte de mi vida, por miedo a perder lo que tenía con Andrés. Pero al final, fue esa omisión la que nos rompió.

Andrés se levantó de la cama, sin decir una palabra. Me miró, con los ojos llenos de decepción. Sentí cómo la distancia entre nosotros crecía, invisible pero palpable.

"Será mejor que te vayas", dijo, su voz baja pero firme. "No puedo seguir con esto, no después de lo que descubrí hoy".

Me quedé paralizada unos segundos, mi corazón latiendo en mis oídos. Sabía que mi ropa estaba en la silla, justo donde él estaba parado. Tenía que pasar cerca de él, rozar ese muro invisible de resentimiento.

Me senté al borde de la cama, incómoda, y miré el suelo antes de levantarme. Me acerqué a la silla lentamente, sintiendo sus ojos sobre mí, ese silencio que llenaba la habitación como una sentencia ineludible. Tomé mi ropa y, con las manos temblorosas, empecé a vestirme. La incomodidad era tan densa que apenas podía respirar.

Andrés no dijo nada, pero cada segundo se sentía eterno. Mi camiseta se atascó en el cuello un instante, aumentando la agonía. Cuando finalmente estuve lista, me volví hacia él, esperando una mirada, alguna señal de que aún había algo que salvar. Pero no la había.

"Lo siento", dije en un susurro, sabiendo que no haría diferencia.

Él ni siquiera me miró. "Vete", repitió, ahora más frío.

Tomé mis cosas y me dirigí hacia la puerta, sintiendo el peso de sus palabras aplastándome. La tensión era sofocante. Sabía que había perdido algo importante, no solo a Andrés, sino la posibilidad de tener una vida sencilla, sin complicaciones, algo que anhelaba sin darme cuenta.

Y ahora, otra vez, me encontraba sola, rodeada de las consecuencias de mis propias decisiones.

 


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