LOS DIAS PERDIDOS DE LORENA

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(Irreverencias, 2)

LOS DIAS PERDIDOS DE LORENA

Naturalmente, Jorge no lo sabe, pero mientras me abre los labios del chumino y me chupa torpemente la raja, toscamente, rudo, con movimientos rápidos y sujetando mi abertura con sus dos pulgares gruesos, yo pienso en Lorena; en la boca succionadora de Lorena, en su dulce manera de comerme la almejita en los días del convento, en su cuarto.

Lorena tenía una delicada forma de ensalivar toda mi vulva; la acariciaba con su lengua ardiente, pasaba una y otra vez por mis labios exteriores, los humedecía y chupaba entre sus labios, encontrando en su cúspide el garbancito rosado de mi clítoris. Sabía cómo ponerlo enhiesto; yo notaba cómo se endurecía —du erección—, crecía y adquiría una tonalidad de un rosa oscuro que me gustaba mirar detenidamente reflejado en el espejo de mano. Cuando introducía su lengua en el agujerito, éste ya estaba lubricado por los juguitos espesos que bajaban de lo más profundo de mí. Lorena sabía desatar mi pasión sexual y desencadenar el torrente de fluidos precedentes al clímax y el delicioso orgasmo.

Ella, no el ineficiente Jorge, metía su lengua con sabios empujoncitos, levantando la punta y restregándola cariñosamente por el tunelito mojado, por la apetitosa carnosidad de mi hambriento chocho. A ella le encantaba recorrer mi conducto y saborear mi néctar femenino, abrir sus labios horizontales y apresar los míos verticales, comiéndome todo el blando higo meloso; lo besaba y lamía, con su cabeza subiendo y bajando mientras yo gemía de gusto. Luego es cuando se centraban en mi habita de los placeres hasta llevarme al frenesí, a la excitación máxima, sublime, hasta hacerme gritar de placer.

Jorge se ha cansado de mamarme el coño al ver que no conseguía hacerme gemir de placer y mete su dedo por el agujero, directo, mete y saca rítmicamente y yo abro los muslos para facilitar sus entradas nerviosas y sus salidas cansadas. El dedo está mojado más por la saliva de su lamida que por la placentera mamada y mi respuesta libidinosa. Me dejo joder mientras me hago caricias en el clítoris, para descargar la necesidad de gozar del sexo. Cuando el mete-saca se hace monótono, lo cojo por la cintura y lo atraigo para que me meta la polla y comencemos a follar. Jorge la tiene algo floja, morcillona tan sólo; el arte del placer sexual no es algo que tenga instalado en sus células grises. Para él el sexo se limita a la cópula al estilo simiesco. Pero cuando se la meneo se le pone dura. La introduzco en mi coño y él empieza a joderme. La noto dentro y eso si me hace sentir placer. Me acuerdo de cómo me lo hacía Lorena...

Cuando se ponía el artefacto, ambas nos reíamos. Ella simulaba una masturbación del falo de látex y lo llenaba de aceite lubricante. Yo me daba la vuelta, ponía mis manos en la frente, abría las piernas y subía el culo para que Lorena me penetrase con sus golpes de vientre. A la vez que me follaba, agarraba mis tetas y las magreaba, las apretaba y pellizcaba mis pezones duros, casi dolorosamente. Me jodía con lentitud; empujaba y sacaba, pero a la vez hacía movimientos oscilantes, una suave danza del vientre con la verga de látex metida hasta el fondo de mi vagina. Así hasta que me corría. Entonces me tocaba a mí hacerle el amor y entregarme a su placer, que siempre era brutal y desesperado, como un torrente de movimientos lascivos, auto tocamientos, caricias en sus propias tetas, y caricias y penetraciones en su ojito del culo, mientras yo miraba. Entonces, yo me restregaba contra su cuerpo, frotaba mi vulva contra la suya, mis tetas jugaban con las suyas, nuestros pezones tan distintos se rozaban y me hundía en su peludo monte de Venus, buscando hambrienta la entrada de aquel coño ya completamente goteante. Desataba mi lascivia en la gran hendidura, le comía el chocho con deleite, aspiraba su olor, saboreaba aquel licor interior que resbalaba por sus labios genitales... y yo sorbía; chupaba su pequeño clítoris y mi lengua lo recorría en todos los sentidos, lo hacía girar entre mi lengua y mis labios... hasta que se venía en un manantial de flujos, gemidos y jadeos.

No logro correrme con las embestidas de Jorge, así que me masturbo con su verga dentro. Él la mete y la saca, a la vez que yo me estímulo mi propio orgasmo. Pienso en los pechos de Lorena, la vulva de Lorena, el olor de Lorena, el sabor de su clítoris hinchado, recuerdo lo bien que me jodía por detrás, cómo me besaba mientras me penetraba con el artilugio de placer. También la manera en que, cuando me venía con el aparato dentro, lo sacaba y terminaba de darme gusto con su lengua, recogiendo mi flujo con aquella lengua sabía, caliente y delicada, aquellos labios ardientes...¡Me corro! Justo entonces con un sonido ronco Jorge parece a punto de eyacular. Me muevo y la saco de mi vagina. Pongo la tranca dura y caliente entre mis tetas. El chorro de su leche se desparrama por mi pecho. Siento la viscosidad de la corrida láctea y el olor del semen. El jadea; yo no, aunque me agrada el calor de la leche grumosa encima de los pináculos de mis pezones.

Él se baja de mí y se tumba boca arriba.

Entonces me acomete una sensación extraña, una tristeza que brota de mi interior. Me acuerdo de cómo terminaron mis días perdidos con Lorena, cuando sor Aída nos descubrió, una tarde, en mi habitación en uno de nuestros lances amorosos. Debió ser al escuchar mis gritos del placer con la secuencia del orgasmo múltiple.

A la mañana siguiente nos reunió en su despacho. Parecía estar al borde de un ataque de nervios. Inexplicablemente, Lorena me acusó de haberla atraído con artificios y engaños a mi cuarto, donde la acosé, acorralé y abusé, forzándola a tener relaciones sexuales. Nunca olvidaré la encendida mirada de furor de sor Aída. Tenía veinticuatro horas para recoger mis escasas pertenencias y presentar mi renuncia. Fue una expulsión inmediata, aunque disfrazada. Permanecí recluida y sin contacto con Lorena o cualquier otra monja. Recogí todo y sólo pensaba en cómo Lorena me había denunciado. No entendía nada de nada. Seguía anonadada, pero sin sentir vergüenza alguna por nuestro comportamiento.

Al día siguiente, bajé las escaleras para salir por la puerta trasera y como un latigazo vi entre las sombras a Lorena, abrazada con sor Aída, dándose un beso apasionado en la oscuridad del patio, frente a la fuente rumorosa del convento. El mundo se derrumbó sobre mi cabeza. Un helor profundo surgió de mi interior y se extendió por todo mi cuerpo. No podía dar crédito a mis ojos. Una sacudida de dolor me embargó. Tomé el pequeño pasillo que daba a la puerta y salí como si fuera un ser inanimado, al que una fuerza extraña guiaba a un mundo inhóspito y cruel.

Al salir a la calle miré los muros de piedra del convento. Un suspiro involuntario salió entre mis labios y miré las vacías aceras donde un futuro desconocido me esperaba.


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