El silencio

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Me asomo por la ventana, y una suave brisa comienza a acariciar mi rostro. Escucho el canto de los pájaros, los ladridos del perro del vecino, el crujir de las ramas de los árboles y el susurro de las hojas al compás del viento. Pero, inevitablemente, como un constante ruido blanco, se cuela el sonido del tráfico, el ajetreo incesante de la gran ciudad.

¿Hice bien en alejarme de aquello? O quizás, ¿siempre me gustó tener la cabeza tan ocupada que no tuviera tiempo para pensar? Tal vez solo me ocultaba entre la multitud, siendo una más. ¿Tanto miedo tenía de mí misma?

Ahora, todo parece estar en orden. Estoy más tranquila, más conectada conmigo misma. Al menos, eso es lo que debería sentir, ¿no? Sin embargo, hay momentos en los que esa calma me resulta inquietante. A veces me pregunto si he cambiado realmente o si solo me he escondido mejor, en un lugar más silencioso.

Me miro al espejo y trato de convencerme: tengo tiempo para mí, me conozco, ya no tengo miedo. Pero entonces, en las noches más silenciosas, cuando todo parece en calma, siento una inquietud que me roe por dentro. Es un murmullo leve, casi imperceptible, como si la paz que tanto busqué empezara a tambalearse. Una sombra aparece en mi mente: ¿de qué huyo realmente?

A veces, cierro los ojos y puedo oír el eco de la ciudad, lejano, pero presente. Y me pregunto... ¿acaso el ruido me protegía de algo más profundo? Ahora que lo tengo todo tan claro, ¿por qué siento este vacío en medio del silencio?


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