Cuando la luz se hace de nuevo, de pronto pareciera que los dos danzantes notaran en sus piernas que tienen rienda suelta para gozar de esa dulce melodía que a ambos envuelve en las nostálgicas estrofas de la “La vie en rose”. La inolvidable voz de Édith Piaf se deja recordar en ese entorno placentero. Ellos no piensan, tan sólo parecen dejarse llevar por esos pocos segundos de baile que tanto habrán echado de menos sumidos en la negra oscuridad que a ambos envuelve. Pero ahora disfrutarán de su mutua compañía en ese esperado amanecer, a la luz, frente a aquella tierna mirada cautivada, vuelta sobre vuelta, sin derecho a marearse, protegidos entre los suaves pliegues de su rojo terciopelo. Con sus manos entrelazadas, siempre fijos sus ojos en la congelada mirada del otro, eternamente enamorados, ella va vestida con blancos y suaves tules, bordados con la delicadeza de unas manos expertas; y él, enhiesto, todo presumido y henchido de gozo, va ataviado con un negro frac de corte clásico. Los dos hermosamente bellos, envueltos en una nube de romántico deleite.
Ella presiente su arrullo de amor y a él le entristece perder esos valiosos segundos en los que poder mirarla de cerca a los ojos y sentir no poder besarla… Pero el contacto de sus manos denotan desaparecer en parte las penas de ambos. Hay algo insoslayable que sin embargo estorba a su presunta dicha: la corta distancia que marcan sus brazos.
Tan cerca y tan lejos, se lamentan durante tanto tiempo…
Es tarde y la joven muchacha se extasía en su baile; sueña también en un mañana apasionado en el que su sueño se haga realidad y cierra con mucho cuidado la pequeña cajita de música que ayer le obsequiara en su cumpleaños ese joven amante recién estrenado. Quizás algún día los dos también danzarán un vals unidos del brazo, o una salsa, o quién sabe si un rabioso tango teñido de ardores deseos. Y la vida de nuevo seguirá repitiendo su baile hasta el fin de los tiempos en otras muchas cajitas de música.
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