TRES ICONOS DE LA REPRESIÓN

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              TRES ICONOS DE LA REPRESIÓN

   El los no tan lejanos despojos del opresivo pensamiento medievalista se hizo extensiva la prédica de los tres enemigos de la (su) religión. Desde los gaznates del opresivo y oscuro credo de los hipócritas exégetas de las tinieblas, se advertía y clamaba contra ellos:

El mundo
El demonio
La carne

Estos "peligros" eran ferozmente perseguidos por los filisteos y los puretas meapilas.
Por mundo entendían el progreso del conocimiento, de los avances científicos que con la experimentación y la demostración empírica, descorrian las negras cortinas de la ignorancia para desvelar los secretos del mundo material, del Cosmos, de nuestros orígenes evolutivos, del surgimiento de la vida, del átomo...
   El segundo icono es ese personaje inventado con el exclusivo fin de atemorizar a las clases oprimidas, condenadas al auténtico infierno de la ignorancia, la desrealización de su ser humano, la mutilación de sus capacidades universales, la condena a una función social unilateral y el embrutecimiento personal. Las castas sacerdotales diseñaron ese personaje cómicamente monstruoso para justificar la ideología alienante, que negaba a la población lega la capacidad de conocer el mundo y disfrutar de los placeres del sexo, el tercer terror condenable.
En realidad, estos iconos del temor servían para ocultar que el disfrute de todos los placeres de la Tierra, quedaban así confinados al monopolio de la nobleza y la casta sacerdotal, con sus clérigos oscurantistas. El temor a la extendida artificialmente idea de una vida ultraterrena, a la idea de una vida más allá de la muerte, en la cual el juicio de unos crueles dioses que escanciaban castigos y premios, según se fuera obediente o díscolo a las clases dominantes.
Los oscuros amos de las tinieblas y sus letanías amedrentadoras fueron expulsados poco a poco por el avance de las ciencias y el uso de la tecnología inventada por nuestra especie en su relación con el mundo natural, pero el daño causado a decenas de millones de personas a lo largo de miles de años ha retrasado el propio avance del ser humano, en su camino al conocimiento, y ha dilapidado  el bien más precioso de la humanidad: las capacidades y potencialidades, la felicidad del ser humano.


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