La desconocida

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Recuerdo que tendría apenas quince años cuando acompañaba a mi padre en la barca por las mañanas a la captura del pescado para vender en la lonja. Solíamos madrugar y nos encaminábamos despacio hacia boca de la ría, donde las olas del mar abierto se empeñaban en balancear nuestro pequeño navío, cargado con nosotros y los aparejos que tan cuidadosamente mi madre tejía y reparaba.

La ría estaba protegida por tres islas, dos de las cuales eran siamesas, unidas por una playa, en conjunto hacia el exterior eran como el lomo de un gigante que detenía la fuerza de los temporales entretanto ofrecía su abrazo dorado a los visitantes en su parte interior. Las aguas en torno al archipiélago eran claras y de un azul muy hermoso. Yo había preguntado a mi padre si estaba habitado, y él solía negar con ímpetu y hasta le cambiaba el ánimo por un rato, como si una sombra le nublara aquella sonrisa, que por lo demás nunca abandonaba sus labios.

Nunca habíamos puesto pie en tierra, y no solíamos pasar más tiempo en la zona del necesario ya que esta era generosa y pronto obteníamos una buena pesca.

Aquella mañana el tiempo estaba un poco fresco, y soplaban rachas de viento de cierta intensidad que incrementaban el oleaje, así como el inquieto movimiento de nuestra precaria base de operaciones.

Mi padre maniobraba para buscar el abrigo cerca de la playa, aunque manteniendo siempre una prudente distancia. Yo trataba de ser de utilidad sin estorbar, que en estos casos es siempre la mejor ayuda, y me aferraba con fuerza a cualquier parte fija de la embarcación. Fue en ese momento cuando una onda mayor que sus hermanas nos elevó y nos hizo chocar contra las rocas de aquella costa. El bote quedó encajado en ellas y mi padre desmayado tan ancho como era en el fondo de él.

Milagrosamente no había resultado dañado, y ahora trataba de arrastrar un cuerpo que no se ayudaba, para alejarlo de la zona de peligro hacia playa. Fue en ese momento que observé que algo se movía rápidamente entre los árboles que llegaban hasta cerca de una pequeña laguna interior que había detrás de la playa. Después de dejar en lugar seguro al herido, salí corriendo tras aquella sombra huidiza que a mí por mi desesperación se me antojaba que pudiera ser persona, y a quien, aunque ahora fuese el mismo diablo, necesitaba urgentemente.

Ascendí por el interior de un vasto pinar siguiendo un estrecho y desdibujado camino que no había debido de ser muy transitado. Cada vez estaba más cansado y la persona que habitaba la isla seguía sin darse a ver. La sed me atenazaba la garganta y no había señales de ningún manantial a la vista.

Tras mucho tiempo de caminar y sentirme agotado y perdido me dejé caer al pie de un árbol que parecía muy viejo.

No sé se dormía o estaba despierto, cuando de pronto los verdes helechos enfrente a mí se apartaron y una joven que parecía tener una edad similar a la mía apareció de pronto y me miró con curiosidad, aunque sin temor. Tras de ella, una voz de mujer a la que no le puede poner cara le dijo dijo: dale de beber al chico, y llevadle el brebaje al hombre que lo acompaña.

La joven sin mediar palabra me acercó a los labios una jarra con la bebida más fresca, reconfortante y deliciosa que haya bebido, y ayudándome a levantarme me acompañó en silencio de vuelta la playa.

Una vez allí, incorporamos a mi padre y le fuimos dando aquella poción sanadora, que además tenía un olor realmente agradable.

La joven era realmente hermosa, con unos ojos increíblemente bellos que permanecen en mi mente como recuerdo imborrable desde aquel día.

En un momento en el que yo atendía a mi padre, ya despierto, ella desapareció.

Jamás volví a saber de ella, aunque he regresado muchas veces al lugar donde nos encontramos, con la ilusionada esperanza de ver aparecer de nuevo a aquella desconocida que nos salvó y que me robó el corazón.


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