NO FUE UN SUEÑO

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                  NO FUE UN SUEÑO

     Estaba en la mitad de su madurez. Era una mujer bajita, de abundante cabello color castaño. Sencilla en el vestir y no utilizaba maquillaje. Era la dueña del hostal, que regentaba con su marido. A él lo había visto sólo en una ocasión; era un hombre simple, muy varonil y dedicado a sus negocios. Los esposos no habían tenido hijos y eran propietarios, a la vez, de unas tierras de mediana extensión en el entorno rural de M.
Él pasaba unos días con dos amigos cuya no compartida afición era irse con sus cañas y cestas a pescar al cercano río J.
La mañana del tercer día, cuando él acertó a pasar por la puerta que comunicaba con el espacioso jardín trasero del hostal, ella le abordó. Ambos habían cruzado accidentalmente sus miradas varias veces en los anteriores dos días de la estancia de los huéspedes. Él era un hombre que, superada ya la juventud, recién comenzaba su edad madura. Había renunciado a la vida en compañía tras dos rotundos fracasos matrimoniales y gozaba de una feliz serenidad.
La mujer le dijo:
—¿Podría hablar con usted?
Él se detuvo y con una sonrisa cortés respondió:
—Claro —observó aquellos ojos azul suave con cierto aire de tristeza; la linea natural bien perfilada de los labios rosados, las largas pestañas, las blandas mejillas—.
—Verá —continuó—. Las puertas son muy pesadas —señaló la que quedaba entre ambos, por la que se accedía al jardín. Estaban muy cerca uno de otro; se miraban directamente a los ojos. Él distinguió un cambio en sus pupilas; ahora emitían un matiz distinto, un brillo móvil—. Tengan cuidado cuando las cierren por la noche, para no despertar a los otros hospedados. Sus amigos —hizo una leve pausa—...
—Lo sé —interrumpió él mostrando una sonrisa algo cansada—; son muy poco delicados. Descuide, hablaré y con ellos.
Los ojos de la mujer recorrieron el rostro suave de él.
—No se preocupe —añadió en tono tranquilizador, poniendo su mano sobre el brazo de ella.
La mujer intentó devolver la sonrisa. Temblaba ligeramente. Los ojos brillaban y las mejillas habían adquirido un encantador arrebol. Se elevó ligeramente y cogiendo al hombre por sorpresa depositó un suave beso en sus labios. Él se agitó y se le cortó la respiración. Miró a su alrededor. Estaban solos. Ella le miraba embelesada, como en los cuentos infantiles. La sujetó por los hombros y sintió cómo ella temblaba.
—Me gustan tus ojos —abandonó el tratamiento de cortesía—, y tus labios... desde que te vi. —La besó con dulzura, abandonándose al deleite de la carne suave de los labios femeninos. El beso fue largo. Salieron y se refugiaron junto al tabique del jardín. Allí se abrazaron y continuaron sus besos. Las miradas tiernas entre ambos expresaban también una necesidad.
—¿Solamente mis ojos y mis labios? —interrogó sonriendo; sus ojos chispeaban.
Él rió y repuso:
—Los demás..., no lo he visto —y siguió riendo.
La mañana del día siguiente el marido marchó como habitualmente y ella quedó sola. Los compañeros de él salieron alegremente en dirección al río, de donde regresarían a la hora de la comida, como siempre sin ningún pez en las cestas de mimbre.
Ella fue a la habitación del hombre. Acercó su mano a la puerta, dudosa de llamar. Ese cosquilleo que sentía en su interior, hacía muchos años que no lo experimentaba. Su matrimonio era un fracaso, hacía meses que no tenían sexo y permanecían juntos por inercia y por el negocio que tenían en común. Ella no se sentía querida ni respetada por su marido, al que sólo le interesaban los negocios y el dinero.
Sumida en estos pensamientos, notó como se movía el picaporte de la puerta. Aquel hombre abrió y la encontró allí...."Buuuenos días", dijo ella con voz temblorosa. Él sonrió y la cogió de la mano, entrando ambos en la habitación. El tacto suave de aquella mano hizo que ella tuviese la sensación de estar flotando en el aire. Se acercó a él y lo besó en la mejilla de forma sutil, con su mano comenzó a recorrer su cara, acariciando su barba, su ojos, sus cejas tullidas, sus suaves orejas... Él la besó apasionadamente, deseaba a aquella mujer, y había pasado toda la noche pensando en ella, saboreando aquellos besos en el jardín de la pasada tarde.  Comenzaron a acariciarse mutuamente por debajo de la ropa, cada vez más excitados, como dos adolescentes, queriendo conocer cada rincón de la piel del otro, sintiendo el tacto de los dedos en la piel, fusionando sus cuerpos en uno solo, saboreando cada beso, respirando cada susurro y escuchando los latidos de dos corazones que volvían a latir con fuerza de nuevo
Hicieron el amor ardorosamente, poseídos de un deseo voraz, carnal, con una pasión largamente contenida. Se amaron como dos jóvenes que tenían prisa por experimentar los secretos del placer repetido. En la tarde del día siguiente, ambos salieron discretamente y se encontraron en un lugar del bosque prefijado. La ternura de los abrazos y los besos repetidos fueron el preludio de la suavidad haciendo el amor, que sólo disfrutan los amantes que se conocen y saben hacer responder físicamente el deseo de cariño y afecto que extienden el placer sexual mediante los desnudos cuatro sentidos.
Meses más adelante, la mujer emprendió un largo viaje en ferrocarril con destino a V. En una de las paradas de estación, un hombre profundamente enamorado se estrechó en un abrazo ardiente con la mujer que descubrió cerca de un río y cuyos labios saboreó en un jardín de sueño.

 


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