—Al Hotel Rincón de Sol, por favor. Está en la calle de Espoz y Mina, ¿lo conoce?
El taxista responde afirmativamente, pone el intermitente y se sumerge en el denso tráfico de Madrid.
Agradezco la perspectiva de un largo trayecto y me recuesto relajada, por fin, tras un día agotador. Me asombro de lo lejos que quedan esas intempestivas cinco y cuarto de la mañana cuando sonaba el despertador.
Enfilamos Castellana abajo. La perspectiva de descalzarme y dar un merecido descanso a mis doloridos pies me sugiere el summum de los placeres. Acerco mi mano al cierre de las botas para aflojarlas y siento el contacto de un objeto extraño… una billetera de mujer.
Contengo mi primera reacción de comentárselo al taxista. La abro y examino su contenido: la clásica relación de tarjetas de crédito y la documentación personal básica. En el DNI descubro el nombre de la propietaria: Sonia Bramante. Una chica muy guapa, como puedo confirmar en unas fotos carnet que descubro en otro compartimento. La dirección de su domicilio es de Sevilla, lo que complicará un poco la devolución, aunque tampoco en exceso.
Lo único llamativo del contenido de la cartera es una tarjeta de visita, situada en primer lugar, bien visible y destacada. De buena calidad, muy bonita, negra mate, con una pica plateada estampada en el centro. En el reverso, escrito a mano, hay un número de teléfono y una dirección: calle del Prado 26.
No conozco muy bien Madrid, pero juraría que en el trayecto de la mañana, desde Atocha al hotel para dejar el equipaje, he pasado por una calle del Prado. Como un flashback viene a mi memoria el pasear la mirada aburrida por los nombres de las calles, reparar en este y llamarme la atención por la referencia al museo.
—Perdone, ¿la calle del Prado queda cerca de mi hotel?
El taxista no duda ni un momento.
—A la vuelta de su calle. Las dos van a morir a la plaza del Ángel.
—Lléveme al número 26, por favor.
—Como usted mande, señorita.
Olvido el dolor de pies. Aún es pronto, no son ni las siete y media. Es un agradable y soleado día de finales de mayo y un paseíto antes de meterme en el hotel me sentará bien. Vale la pena intentarlo.
Diez minutos después, el taxi estaciona frente a un pequeño y elegante edificio de tres plantas, con una impresionante puerta negra de doble hoja, de más de cuatro metros de altura, con aldaba dorada. El tipo de acceso a mansiones que, tiempo atrás, debían permitir la entrada de los carruajes al interior de la casa.
Bajo del taxi un poco aturdida, ya que me veo envuelta por una algarabía de gente que se apiña en la estrecha acera inmediata a la finca. Una valla y un elegante portero vestido de impecable negro impiden la entrada a los curiosos.
Me dirijo dubitativa hacia él, que desde que me ha visto bajar del taxi ha clavado en mí su mirada.
—¿Sonia Bramante? —le pregunto algo abrumada.
Antes de que pueda aclarar el motivo de mi presencia allí, o el porqué de mi interés en ella, el portero me ignora y dirige su torva mirada a una lista que extrae de un portafolios.
—Adelante. Por esta puerta de la izquierda —contesta indicando una entrada lateral que conduce al interior de la finca.
Intento aclararle el malentendido, pero se desentiende de mí y se pone a atender a otra chica. Me encojo de hombros y me dirijo a la casa chispeada por la curiosidad.
Cruzo el umbral y accedo a un pequeño distribuidor con una puerta abierta que conduce a un corto pasillo desde el que me llega el rumor contenido de muchas voces. Me dirijo hacia allí y entro en una sala amplia, en la que unas quince o veinte chicas se mueven de un lado a otro con distintos grados de vestimenta. Algunas totalmente vestidas, otras medio desnudas y la mayoría en ropa interior. En un lado hay una puerta abierta a través de la cual puedo ver un amplio lavabo donde otras chicas ultiman retoques de su maquillaje. En la pared frente a mí hay una barra en la que una señora algo entrada en años habla con chicas a las que suministra unas bolsas que parecen contener prendas de ropa para que se cambien.
Tras un segundo vistazo me doy cuenta de que todas las chicas tienen la misma bolsa, que lleva estampado el logotipo de una famosa marca de lencería, y deduzco que el evento que allí se celebra es un desfile de ropa interior o algo similar. No puede ser de otra manera por cuanto todas las chicas son guapísimas y con muy buen tipo. Sin ser como las modelos de las revistas tampoco tienen mucho que envidiarles.
Intento localizar a la chica de las fotos carnet, a fin de cumplir el objeto de mi visita a aquel lugar, pero no consigo descubrirla. Finalmente, me acerco a la mujer del guardarropa.
—Hola, cariño —me dice al reparar en mí—. Tendrás que darte prisa, has llegado un poco tarde. ¿Qué talla usas?
—¿Cómo? —pregunto entre confundida y divertida. He entendido perfectamente su pregunta, pero me sorprende incluso que se plantee siquiera que yo pudiera ser una modelo y que ese sea el motivo de mi presencia allí.
—Prueba este conjunto. Como eres un poco bajita, creo que será el que más te favorecerá —me dice con picardía al tiempo que me guiña un ojo cómplice.
—No, verá —digo ahogando una sonrisa—, es que esto es un error… Yo no sería capaz de desfilar y menos habiendo aquí chicas tan guapas. Yo…
—Cariño, pero ¿qué dices? —me interrumpe—. Verás, en primer lugar, no hay que desfilar para nada. ¿Sabrás llevar una bandeja y servir copas? Y, en segundo lugar, eres tan guapa como cualquiera de las demás chicas. Y, además, ¿quién va a comparar si tenéis que ir todas tapadas siempre con la máscara? Venga, anda, ve a probarte tu conjunto, que es una preciosidad, pero date prisa por si hay que cambiarte alguna talla…
Sin darme tiempo a responder me deja para atender a otra chica que espera su turno junto a mí.
Cuando la miro me quedo de una pieza admirándola engalanada con el más finísimo conjunto de lencería que pudiera yo haber imaginado nunca.
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