ESTACIÓN NOCTURNA
La estación fue quedando a la vista. Escasos pasajeros esperaban el convoy cadencioso. El jefe de estación se distraía paseando arriba y abajo con el banderín en la espalda.
El altavoz hizo saber que estábamos en G. Los últimos rayos anaranjados eran besados por las brumas del anochecer. En el este, la enorme Luna refulgía.
Al bajar, el perfumado aroma de los arbustos de dama de noche inundaban el frío y húmedo edificio del ferrocarril. Él cerró su impermeable y caminó hacia la salida.
La mujer ajustó el pañuelo sobre el cuello con un gesto elegante. Llegaron juntos al torno de salida. El hombre con un gesto de amabilidad, ya desacostumbrado, cedió el paso. Los ojos marrones de ella se fijaron en los iris verdosos claros del hombre. Un instante casi eterno. A veces unos segundos de traducen en mil instantes. Ambos sintieron que se alteraba el pulso. Ya en la calle, se dieron las buenas noches sin dejar de mirarse.
En medio del caos, en esa estación vibrante llena de pasajeros apresurados, sus ojos se encontraron. Se sonrieron. El tiempo pareció detenerse.
La noche siguiente él paseó por la cercanía de la estación; ella no apareció. Al día siguiente, ella bajó del tren y esperó a que todas los pasajeros se apeasen del convoy; él no iba en el tren. Como el día anterior el hombre, ella sintió una gran desazón, y un vacío en la boca del estómago, que se repetiría otros días, al recordar aquél, en el que tras ocultarse el sol, sus caminos se separaron, dejando tras de sí el eco de lo que no pudo ser.
La vida continuó, pero aquellas buenas noches fueron recordadas por ambos cada noche durante muchos, muchos años, y al pasar por aquella estación, aún hoy, ambos siguen buscandose con la mirada.
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