ROMPIENDO LA COTIDIANIDAD

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  El sol apenas asomaba por el horizonte entre las nubes, tiñendo el cielo de un suave color naranja. María se desperezó y se levantó de la cama, sus pies descalzos hacían un ruidoso chasquido en el suelo de tarima. Envuelta en un batín blanco y azul se dirige a la cocina tras ponerse unos gruesos calcetines con dibujos de aguacates. Se prepara un café, ese aroma familiar que desde pequeña la envuelve como un abrigo. Mientras preparaba el desayuno, pensó en lo que el día le depararía. Las mismas rutinas, los mismos caminos, pero hoy tenía la sensación de que algo podía cambiar. Tal vez era una corazonada, o quizás sólo era el deseo de que la vida se pintara con nuevos matices. Con una sonrisa ligera, se sirvió una taza de café y cuando salió al parque, su amado parque, sus brezos, sus pinos y sus abedules de verde oscuro la recibieron con su habitual saludo. El brillo de los primeros rayos solares salpicaba el pequeño estanque. Sus pasos sobre los guijarros eran tan familiares como siempre.

La chica de la mochila, como cada día, cruzaba en dirección opuesta, con aquella media sonrisa en sus labios pintados de rojo pálido.

Era la cotidianidad, con sus cosas buenas y sus cosas malas. Sólo que esa cotidianidad la pesaba hoy más a María que de costumbre. Su vida con Gonzalo estaba en stand by hacia muchos meses, y el vacío iba colocando ladrillo tras ladrillo en los días perdidos en el calendario.

Hoy la chica debía llegar tarde al trabajo porque caminaba aceleradamente. Pasó por su lado, igual que ayer; como todos los días. Cruzaron una rápida mirada de reconocimiento. Era una mujer joven, dinámica, que vestía con una personalidad ajena al ritmo de la moda. Al pasar, María vió volar una hoja que resbaló desde el carpesano de la chica. Cuando María se agachó recogiéndola del suelo y levantó la mirada, la muchacha había salido del parque, y aunque María corrió tras ella, le perdió el rastro. Bien, pensó, mañana me volveré a cruzar con ella y se la devolveré. Disimuladamente le echó un vistazo a la cuartilla. Contenía una corrección de lo que parecía un examen; la chica debía ser profesora. Maria esperaba que el extravío momentáneo del folio no le ocasionara un problema serio a la chica.

Al día siguiente, la habitual rutina se repitió para María, pero experimentaba una sensación extraña en el estómago. Se dio prisa en tomar su bendito café y salió rauda en dirección al parque. Esperaba cruzarse con la chica de la mochila. 

Efectivamente, como cada día, se cruzó con ella. Perdona, le dijo María, con la hoja en la mano, ayer perdiste este folio. La chica paró al instante e hizo un gracioso gesto doblándose en dos, y riéndose respondió: ah, menos mal, y suspiró sonoramente. Gracias, añadió tomando la hoja que le brindaba María. Desprendía un discreto olor a perfume, tenía una voz suave y de un tono muy agradable. Sus ojos marrones eran muy grandes, con unas pequeñas bolsas debajo que, curiosamente, la hacían muy atractiva, pensó María. La chica le tendió la mano y le dijo, me llamo Adela, nos cruzamos todos los días, añadió, y se echaron a reir las dos. Sí, respondió María, hace muchos meses que te veo...¡qué rutina, ¿verdad?!

Se despidieron y María continúo su camino al trabajo. Hoy, le pareció que el cielo era más azul, el verde claro del césped brillaba más, los gorrioncillos trinaban más alegres. Llevaba prendido en su retina el rostro ovalado de la chica, el aroma perfumado que emanaba en su cercanía, y mantenía en su memoria el matiz de su voz. Adela era algo más joven que ella, pero no mucho. Sintió en su pecho un tintineo metálico, hermoso..., pero inquietante. Toda sensación de vacío y de rutina había desaparecido como por embrujo.

Otro despertar. Pero para María no era un día de sombras y ecos. Se levantó con una idea positiva que la alegraba interiormente. Mientras tomaba su primer inefable café matinal, sintió una ilusión interior, algo nuevo y diferente. Todo lo demás seguía igual: su vida sombría con Gonzalo, las anodinas tareas de cada día en la oficina, las caras largas de las y los compañeros; lo que no era igual era salir de casa, atravesar el parque, desear ver a Adela, saludar a Adela, sonreír a Adela. Apuró a grandes sorbos su café, se puso la gabardina, se colgó el bolso y salió en dirección al parque.

Cuando miró y no encontró a Adela, sintió un aguijonazo de decepción: no vio a la chica atravesando el sendero cotidiano. Su desconsuelo se manifestó con un mohín de tristeza en sus labios. Paró en medio del caminito de guijarros y tierra, y miró detenidamente alrededor; consultó la hora en su móvil, aún le quedaba tiempo. Decidida a aguardar aquellos agónicos escasos minutos, antes de verse obligada a marchar hacia el trabajo, se acercó a los bancos frente a la fuente. Allí, sentada, una figura movió sus dedos llamándola: era Adela, con su sonrisa y su cabello negro y corto. Ahora, el aguijonazo del estómago eran cientos de mariposas que revoloteaban dentro de ella. Una sonrisa de felicidad se dibujó en sus labios, a la vez que se acercó a Adela. Buenos días, saludó Adela; hola, respondió María sentándose junto a ella. Hoy llegué antes, repuso la chica sonriendo. Creía que no te vería esta mañana, respondió María. Quería agradecerte lo de la hoja de examen, ya sabes. ¿Nos vemos esta tarde y tomamos juntas un café? María sintió un leve escalofrío y su corazón dio un vuelco. Sonrió con los labios y los ojos cuando respondió: Sí, perfecto, pero no hace falta... Me apetece, cortó Adela, respondiendo con otra gran sonrisa. ¿A las seis? María asintió. ¿En la granja del cruce?, inquirió la chica. Allí estaré, aseguró María. Muy bien, hasta luego, dijo Adela, dejando su mano un largo instante sobre las de María.

María llegó primera hirviendo de alborozo interior. Al minuto Adela entró en la granja con una gran sonrisa. Pidieron un café y un cortado, y un par de pastitas de anís.

Conversaron largamente, hasta que el reloj marcó las siete y media. Fue una charla de conocimiento y confidencias. Adela se había separado de Marta, su pareja, hacia tres meses. Había superado la ruptura y observaba con optimismo su horizonte despejado, abierta a lo que la vida trajera consigo. María, por su parte, correspondió a su confianza sin ocultar su relación de pareja, el declive del amor, la creciente frialdad, la opresiva rutina que se extendía de su relación sentimental al resto de lo cotidiano. María bajó la cabeza y Adela se conmovió. Desde su nueva relación a raíz del incidente del folio de examen, habíase generado dentro de ella una nueva expectativa. María la atraía, le gustaba su físico, su mirada franca y alegre. De una forma espontánea y solidaria abrazó a María. Cuando ésta se había recuperado del momento sombrío, las dos se miraron profundamente, en silencio, se reconocieron recorriendo cada milímetro del rostro, y después de una sonrisa ilusionada, sus labios se estrecharon tiernamente.


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