El salón es enorme. Por aquí y por allá se forman grupos de gente elegante que charlan, beben y fuman animadamente.
Calculo que habrá alrededor de cincuenta o sesenta personas. Mayoritariamente hombres, pero no escasean las mujeres. La edad de los varones oscila alrededor de los cincuenta años, aunque los hay que se acercan a los sesenta. La edad de las mujeres rondará los cuarenta.
La proporción de chicas ataviadas con ropa interior es enorme. Debemos ser más de la mitad de la concurrencia, así que los invitados están más que bien servidos.
A pesar de ello, y a falta de nada mejor que hacer, me acerco a la barra y me armo con una bandeja para tener algo en las manos.
Tras unos minutos nada parece esperarse de mí. La gente va a lo suyo, aunque no escasean las miradas lascivas de algunos hombres, que te desnudan si es que queda algo por ocultar. La situación es bastante embarazosa y mis primeros pasos indecisos delatan el pudor que me atenaza. Una no puede dejar de sentirse un poco puta paseándose casi desnuda entre tanta gente trajeada. Tan solo la sensación de anonimato que aporta el antifaz impide que salga disparada de un ambiente tan obsceno. La trampa del desfile no justifica el degradante expositorio de carne humana que tienen montado.
Intento reponerme. Me doy ánimos argumentando que el anonimato lo cambia todo.
Tranquila, Ágata. Nadie te conoce, ni te reconocerá.
Me exhorto a darle la vuelta a la timidez y al pudor y, por qué no, disfrutar de la fiesta en la que me he colado, aunque sea de camarera.
Imprimo algo de seguridad a mi deambular por la sala y observo con renovada frescura y algo de descaro al personal. Las invitadas son aún menos discretas que los hombres. Con carísimos trajes de fiesta, repasan a las camareras de arriba abajo. En un primer momento, pienso que con envidia, aunque la mayoría son también muy guapas, pero da la impresión a veces de que sus miradas, además de envidia, esconden también deseo.
El salón se abre a un enorme patio interior. Salgo a pasear por esa zona y, por fin, se dirige a mí una persona. Es un hombre de unos cincuenta y cinco como mínimo. Quizá algo más.
—Hola, guapa —me dice torciendo una sonrisa y con ojos brillantes—. Tráeme un whisky con soda. Macallan de doce años. Con un solo hielo.
Asiento con la cabeza y me dirijo a la barra. Puedo sentir su mirada resbalando por mi espalda mientras me alejo.
Observo distraída cómo el camarero prepara la copa con la habilidad propia de quien realiza una tarea cotidiana y, cuando estoy a punto de dirigirme hacia el patio, una mano alzada al otro extremo de la barra llama mi atención.
—¿Sí? —pregunto acercándome a la pareja que me reclama.
—¿Estás ocupada? —pregunta la mujer señalando la consumición que reposa en la bandeja.
—Tengo que llevar esta bebida fuera, pero si me dicen lo que quieren, en seguida se lo traigo —les digo servicial.
—Tranquila —responde con una sonrisa—. Ve a llevar la copa y esperamos a que vuelvas.
Asiento con la cabeza y me dirijo al patio.
Tardo unos segundos en reparar en lo absurdo de la situación. Dos personas en la barra, camareras para dar y recibir, y esperarán a que yo vuelva para pedir su copa…
Intento buscar la pieza discordante de la situación, pero no la encuentro. En cuanto a la pareja de la barra no tienen nada singular. Encajan perfectamente entre la fauna local. Ella rondando los cuarenta, quizá alguno más. Alta, delgada, guapa y muy elegante. Pelo rubio y la piel ligeramente bronceada por el tibio sol de mayo o por una máquina de ultravioletas. Ojos marrón claro. Con un vestido verde muy escotado que haría las delicias de la Cenicienta para su baile con el príncipe. Engalanada con mucho gusto, sin excesos, pero con joyas que, si son auténticas, deben valer lo que mi paga de un par de años… más los pluses.
Él, más de lo mismo: guapo, elegante, con pinta de tener dinero, de no haber trabajado en su vida, y quizá algo más joven que ella. Piel morena, ojos oscuros y cuerpo atlético. El tipo de atractivo que incluso raya el mal gusto…
El cincuentón alarga la mano y coge su Macallan sin reparar en mí, y me dirijo de vuelta a la barra planteándome si no estoy haciendo el idiota en aquel lugar y si no ha llegado el momento de marcharse.
—¿Qué les sirvo? —pregunto con mi mejor sonrisa.
—Tomaremos ginebra —responde ella levantándose del taburete—. Estaremos en el reservado siete. Trae también lo que quieras para ti. —Dicho lo cual, toman camino hacia las escaleras que, supongo, llevarán a las plantas superiores.
La mujer, advirtiendo mi desconcierto, se detiene y se me queda mirando.
—¿Hay algún problema?
—Es que no sé si puedo abandonar la sala —contesto turbada, incapaz de improvisar una excusa mejor.
Me mira primero extrañada, pero en seguida una sonrisa se dibuja en su rostro.
—No tienes que preocuparte —dice al fin—, ya hemos avisado a Miguel.
Y como si con eso quedara zanjada la cuestión, gira sobre sí misma y se aleja seguida de su pareja.
Tras unos segundos de desconcierto, me acerco a un camarero y le digo que tengo que llevar unos gin-tonics al reservado siete.
—¿Qué ginebra?
—No sé, no me lo han dicho.
—El camarero coge de un estante una botella de Hendricks’s y la deja sobre la barra.
—¿Y las copas y los hielos?
—En el reservado hay de todo.
Asiento intentando ganar tiempo y centrarme. Todo va demasiado deprisa para que lo pueda procesar. ¿Qué estoy haciendo? Un reservado suena mal. ¿Estaré en algún tipo de montaje donde el fin es, al fin, el móvil más antiguo del mundo?
—¿Y dónde está el reservado siete?
—En la segunda planta, creo. Germán, ¿dónde está el reservado siete? —dice dirigiéndose a otro camarero que rellena una cubitera.
—Segunda planta. Lo pone en la puerta —responde sin levantar la vista.
Los dos retornan a sus quehaceres mientras los segundos transcurren sin que me decida a dar un paso. Finalmente, pongo la botella sobre la bandeja y subo a la segunda planta, donde encuentro con facilidad una puerta junto a la cual cuelgan un cero y un siete de latón.
Golpeo la puerta con los nudillos y adivino el rumor de unos pasos sobre la moqueta.
—Adelante —me indica el hombre haciéndose a un lado para que pase.
Entro en un apartamento de revista, compuesto por un único ambiente, de unos sesenta metros cuadrados. Diáfano, sin un tabique, y decorado con gusto y dinero.
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