Agata - Parte 4

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En la misma pared por la que he entrado a la estancia, a un lado, queda una cocina americana pequeña y funcional: una pica, una nevera, algunos armarios y una placa que parece nadie se ha dignado a estrenar. Frente a ella una barra con taburetes en el lado exterior.

Una de las paredes laterales la ocupan unos muebles modernos con elementos decorativos un poco impersonales, una enorme tele de plasma y un bonito pero anticuado equipo de música.

En la otra pared hay una puerta que imagino da acceso al lavabo, otra que adivino albergará el dormitorio y, entre ambos, un bonito escritorio con un ordenador.

Finalmente, la pared frente a la puerta consiste en una enorme cristalera de tres hojas que da acceso a un balcón amplio. No tanto como una terraza, pero lo suficiente para poder emplazar una mesa con cuatro sillas.

En el interior, dando la espalda al balcón, lo cual me parece una lástima, hay un cómodo sofá de tres plazas y, frente a este, casi en el centro de la sala, una mesa baja circular bastante grande con un extraño recubrimiento de terciopelo, que más se asemeja a una mesa de casino que a una funcional mesa de hogar.

La mujer se levanta del sofá y se dirige hacia mí con sonrisa gatuna.

—Hola —saluda con voz melosa que empalaga el ambiente—. Puedes llamarme Katya. Y a él, Carlos. ¿Tú cómo te llamas?

—Sonia —respondo tensa.

Uno de sus ojos alza sorprendida una pestaña, quizá por mi tono, y reacciono instintivamente bajando un poco la vista avergonzada.

Algo en la actitud de la mujer me pone a la defensiva. Si lo percibe, opta por aparentar no reparar en ello y se dirige a la cocina junto a la entrada. Abre la botella y empieza a servir copas.

El tal Carlos se dirige al balcón a observar el patio.

Yo, considerando mi trabajo cumplido, me dirijo a la puerta, pero al pasar junto a ella empuja una de las bebidas hacia mí, en clara invitación a detenerme.

—Carlos y yo tenemos que hablar unas cosas, ¿si puedes esperarnos un momento…?

Me lo pregunta, pero no hay en la petición margen para otra cosa que no sea acatar la orden.

—¿Fumas? —añade mirándome fijamente.

Intento dejarlo, pero no puedo. Y me muero de ganas de fumarme un cigarrillo. Asiento con la cabeza.

—Te dejo el paquete —dice deslizándolo sobre la barra. De camino a la terraza hace una parada en el ordenador y reinicia una lista de música que debían haber detenido a mi llegada. Una sugerente balada brasileña pone banda sonora a la velada.

Agradezco el momento, lo más parecido a intimidad que pueden brindarme las circunstancias, para poner en orden mis ideas. Hace ya rato que no me engaña el cariz que adquiere todo aquello.

Así que de este modo organiza sus orgías la gente rica. Porque está más claro que el agua que mi presencia aquí y la del resto de chicas no tiene más objeto que la de satisfacer los caprichos de todos estos peces gordos.

Carlos y Katya, o como quiera que se llamen realmente, alternan su conversación con fugaces miradas atravesando mi vestido de hada y mi lencería de puta de lujo. Yo, sabiéndome admirada, empiezo a disimular y a pasear, dejándome desear. Aún no sé dónde irá a parar todo esto, pero tampoco me parece un escándalo que algo acabara pasando con ese desconocido alto, moreno y guapo, que no consigue disimular que me come con los ojos.

Va para dos años desde que lo dejé con Javier. Casi dos años sin acostarme con nadie. Sin atreverme a acostarme con nadie.

Otro tema es la participación de la mujer.

El recuerdo de Léa acude de inmediato a mi mente, pero lo rechazo. Aparte de aquello, fuera lo que fuera, nunca he estado con alguien de mi mismo sexo, y aunque desde aquello muchas veces me he preguntado al respecto no tengo nada claros mis sentimientos en ese sentido. En realidad, no los tengo en absoluto. Ni me provoca aversión ni atracción.

Paseo por la habitación fingiendo una indiferencia que no siento. Doy sorbitos a mi copa, que está fresquita y deliciosa, y, finalmente, vuelvo a sentarme en la barra, de costado, para que puedan observarme aparentando no ser consciente de ello.

Me doy cuenta de que la situación me resulta algo excitante y me abandono a ella con el placer de quien, por fin, revive experiencias reprimidas por una autoimpuesta censura.

Me enciendo otro cigarro y dejo la copa. No quiero perder la cabeza en una situación como esta. No creo que un par de gin-tonics vayan a emborracharme, pero mejor ser prudente, pues no he comido nada desde hace horas y siento el estómago vacío.

Me pregunto si habrá algo delictivo en todo esto. Lógicamente, las chicas que están en los otros reservados para desempeñar el papel que se espera de mí en esta habitación deben cobrar un buen dinero. Imagino que todo ello debe quedar amparado por el vacío legal que orbita alrededor del tema de la prostitución. Seguro que lo que aquí ocurre tiene más que ver con el proxenetismo que con el ejercicio libre, pero debe ser muy difícil de demostrar.

Va para diez minutos el tiempo que llevan ahí fuera y empiezo a impacientarme. Tengo la boca seca por el tabaco y de un trago me acabo la copa.

Más por aburrimiento que otra cosa, y también por dejar de parecer una niñita acobardada, me acerco al balcón mientras me someten al escrutinio de sus libidinosas miradas.

—Voy a ponerme otra copa, si no os importa —digo con descarado derroche de fingido aplomo—. ¿Ustedes quieren algo?

Miran sus copas casi vacías y responden afirmativamente. De nuevo, tal y como me pasara con el cincuentón, adivino sus miradas recorriendo mi cuerpo, pero esta vez, en lugar de ignorarlo como hiciera antes, vuelvo la mirada para confirmar mis sospechas y les sonrío con picardía al descubrirlos observándome.

Con las tres copas en la bandeja vuelvo a la terraza. Cogen las suyas y, por fin, cuando estoy a punto de entrar de nuevo, la mujer se dirige a mí:

—Espera, no te vayas —dice de nuevo con su tono melifluo—. Haznos compañía un momento, si no te importa.

Asiento dejando la bandeja en la mesa y dando un sorbo a mi copa.

—¿Cuántos años tienes?, si no es indiscreción —pregunta.

Los dos se cogen de la mano y juntan mucho sus cuerpos. Juraría que están excitados por más que disimulen e intenten guardar la compostura.

Yo me mantengo erguida sobre mis tacones. Un regustillo morboso me recorre disfrutando de la admiración de la pareja, y tardo unos segundos en contestar.

—Veinticuatro —digo al fin.

La mujer sonríe con picardía.

—Eres realmente hermosa, lo sabes, ¿verdad? Tienes un cuerpo fantástico —dice como quien proclama un hecho absolutamente objetivo e incuestionable.

Yo le devuelvo una casta e inocente sonrisa.

—Gracias, pero creo que exagera —digo con sinceridad—. Me considero bastante normal.

—¿Podrías quitarte el camisón? —preguntan sus ojos teñidos de lujuria—. Nos gustaría apreciar el delicioso conjunto de lencería que llevas.


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