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EL ORÁCULO DE TREBISONDA
El caminante llegó a la bifurcación que le había indicado el anciano en el pueblo. El paisaje era desolador, rocoso y con escasa vegetación parduzca. Sobre sus hombros el cielo se iba llenando de oscuras nubes de tormenta.
Siguió el estrecho sendero y vio la cueva entre peñascos. La boca estaba oscura, pero una vez sus ojos se acostumbraron a la penumbra alcanzó a ver, al fondo el oscilante fulgor de las antorchas. Rodeada por una amplia fuente circular, la estatua de la diosa de piedra rosada mostraba una sonrisa extraña, enigmática y misteriosa. Con la vista fija en la estatua de la diosa, una multitud abigarrada pronunciaba sus plegarias y deseos.
Cogió unas varas de incienso y las encendió colocándolas en los altos vasos cilíndricos, sobre los cenicientos residuos ya pulverizados de otros oferentes. Juntó las manos y las alzó sobre su cabeza y después de las palabras rituales inquirió a la bella diosa, pidiendo respuestas.
En la oscuridad oculta de un recodo, Aíram, la sacerdotisa vestal, observaba atentamente al caminante y sentía su hilo mental discursivo, con tanta claridad como si las palabras interiores fueran expresadas por sus labios. En ocasiones, el secreto don que Aíram poseía de convertía en un tormento; el conocimiento de los pensamientos ajenos no siempre es una bendición. Habían sido una bendición cuando en la infancia podía anticiparse a las malas acciones urdidas en su contra. Pudo distinguir la maldad de la bondad de los corazones, entender las acciones producto de la ambición, el miedo y el amor. Leer los pensamientos la hizo alcanzar la sabiduría y también cómo utilizar ambas cosas para intervenir positivamente en las relaciones de su entorno.
Pero este hombre era diferente. No buscaba respuestas a sus intereses particulares, a sus tenores o sus planes de obtención de riqueza material.
De ese hombre emanaba fuerza y a la vez miedo. La sacerdotisa Aíram cautivada por su aura decidió acercarse. Atravesó la multitud que la veneraba y llegó como pudo hasta él. Cuanto más se acercaba, sus pensamientos eran más dispersos y cerrados. No percibía sus pensamientos, eran como un enigma hasta que tocó su brazo. En ese momento percibió sus miedos y su lucha interna entre el deber y el deseo de escapar de su rutina de vida. Intrigada porque por primera vez no entendía bien la mente de aquella persona, le preguntó "¿A qué has venido?" "Busco respuestas", respondió él. La mirada llena de curiosidad de la sacerdotisa le invitó a hablar. Decidió ser honesto, ya que al sentir su mano en el brazo, una corriente de calma había recorrido todo su cuerpo y por primera vez desde hace años sentía paz. "¿Sabes?" dijo Aíram "puedo leer las mentes, pero hay algo en ti que se me escapa y siento una corriente diferente a las demás ".
Ambos sonrieron y comenzaron a hablar, a sentirse muy cerca el uno del otro; a tener una fluidez y una cercanía inesperada.
La sacerdotisa por primera vez deseaba conocer a alguien sin dejarse llevar por su don.
Él, por primera vez, se sentía en calma y podía expresar lo que sentía abiertamente, sus preocupaciones, sus miedos, sus deseos, sus inquietudes. Se dio cuenta de que había encontrado lo que estaba buscando, alguien con quien compartir, que lo entendiera y no lo juzgara. Ambos se dieron cuenta de que llevaban cargas que, al hablarlas, se volvían más ligeras. Su relación floreció y ambos encontraron el refugio que buscaban, el reflejo de sus almas y la verdadera conexión que va más allá de las palabras y los pensamientos.
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