El teléfono descansaba en la mesa, apagado, como si también necesitara un descanso después de años de actividad frenética. Luis lo miraba con una mezcla de satisfacción y tristeza. Había pasado tanto tiempo deseando que esas llamadas terminaran, y ahora que por fin lo habían hecho, sentía un vacío inesperado.
Todo había cambiado gracias a un golpe de suerte. Un trabajo inesperado, un dinero extra que llegó como caído del cielo. Luis, decidido a dejar atrás el peso de la deuda, marcó el número que tanto había ignorado. Escuchó la voz mecánica de la operadora antes de ser transferido a un agente. Con nerviosismo, negoció.
"Si pago esta cantidad, ¿queda liquidada mi deuda?" preguntó.
"Déjeme verificar, señor Luis. Sí, con esa cantidad cerramos el caso y le enviamos el convenio por correo. ¿Le parece?" respondió el agente con profesionalismo.
Luis sintió una mezcla de alivio y duda. Aceptó, recibió el documento, y unas horas después, hizo el depósito que por años había creído imposible. Era oficial: el problema que lo había perseguido durante cinco largos años estaba resuelto.
Pero ahora, en el silencio de su casa, algo se sentía raro. El teléfono ya no vibraba cada hora; no había mensajes insistentes, ni correos amenazantes llenos de letras en negritas. Su vida era tranquila… demasiado tranquila.
Durante esos años, Luis había lidiado con un conflicto interno cada vez que el teléfono sonaba. "No va a pasar nada, esto es pasajero", se repetía una y otra vez en su mente, como un escudo contra la ansiedad. No era que no supiera la gravedad de su situación, sino que no tenía cómo enfrentarla. Su economía no le daba margen, y cada llamada solo reforzaba la certeza de que enfrentarse a los cobradores era inútil. Así que se contenía. Respiraba profundo, ignoraba el enojo y trataba de no dejarse arruinar el momento, aunque las interrupciones fueran constantes y cruelmente inoportunas.
Las llamadas arruinaban cenas familiares, momentos de descanso, incluso conversaciones importantes. Había aprendido a callar su frustración y no explotar emocionalmente, porque sabía que hacerlo no cambiaría nada. Pero ahora, sin esa carga constante, algo se sentía... incompleto. Su mente estaba entrenada para lidiar con el asedio, y ahora que el asedio había terminado, no sabía cómo concentrarse en algo más.
Luis se levantó y tomó el teléfono. Revisó las notificaciones, como si esperara encontrar alguna señal de vida. Pero no había nada, solo el vacío digital de un día más. Respiró hondo y trató de convencerse de que esto era lo que había deseado durante años.
"Ya no debo nada", se dijo en voz baja. "Estoy libre." Pero esa libertad tenía un precio que no había anticipado: el precio del silencio.
Luis dejó el teléfono sobre la mesa y salió al patio. Se sentó en una silla, mirando al cielo. Tal vez, pensó, era momento de reaprender a vivir sin el constante ruido en su cabeza, sin esas palabras que se repetía cada vez que veía el número desconocido en la pantalla. Quizá ahora podía concentrarse en algo que realmente valiera la pena, algo que no lo hiciera contenerse, sino soltarse.
El silencio era extraño, sí, pero quizás, con el tiempo, aprendería a llenarlo con algo más que resistencia. Aprendería a llenarlo de vida.
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