Lo reconoció, mirándose fijamente en el espejo. Estaba quebrado, dolorido, y también avergonzado por no poder contener sus emociones. Cerró los ojos, bajó la cabeza, apretó los puños y sintió el cruel vacío en la boca del estómago. Fue al poco tiempo de conocerla cuando comenzó a sentir una emoción interior, entre espera y espera. Sus sueños eran casi una vigilia. Las ideas iban a ella, volvían de ella..., eran de ella. Se maldijo.
Tenía que hacer algo o sería devorado por aquel fuego y los desgarros de aquella mordedura constante. Quería, no quería... Comenzaba a hacer cualquier cosa, y al poco ya no tenía sentido. La ironía de las cosas es que de cualquier tema que hablasen surgía la señal inoportuna, cruel, mordaz —casualidad, coincidencia, sincronía... dolor, agonía—.
Y no podía hacer nada por evitarlo.
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