Florence, Colorado (EEUU). Centro penitenciario de máxima seguridad
1997/02/22.- Literalidad de la carta escrita al comisario Robinson por el recluso número 12708:
«No sé por dónde empezar, señor comisario. Es muy importante lo que voy a decirle y, aunque sé que lo va a seguir manteniendo en secreto, eso ya no tiene trascendencia alguna para los que (por desgracia para nuestras vidas) tomamos parte en aquella absurda y dramática historia.
Le dejo dicho todo esto por escrito, no porque crea que con ello me vaya a liberar de los años de cárcel que aún me restan de condena, -ya ve, ¡la perpetua!-, sino porque pretendo que siga sufriendo esta verdad en sus propias carnes. A estas alturas de la película poco me importan las concesiones; tengo setenta y ocho años y ya no sabría vivir fuera de este asqueroso recinto, aunque esté rodeado de malditos locos maníacos.
Ahora soy como un padre para todos estos delincuentes de baja estofa, una especie de gran chamán al que todos acuden para contarle sus malditas mentiras y rogar a los dioses por su asquerosa libertad.
La veteranía es un grado, comisario Robinson. A algunos de ellos los he visto entrar casi lampiños para cumplir condenas de treinta y más años, y han tenido que padecer todo un collar de vejaciones y arbitrariedades por parte del resto de reclusos; y lo que es peor… de sus propios carceleros. Este es un mundo de ratas, asqueroso y vomitivo, lleno de falsedades. Siempre lo oí decir, pero juro que no lo creía. Es cierto que aquí todos son “inocentes”… todos, sin excepción. Por lo tanto, yo soy como una especie de garbanzo negro mezclado entre toda esta chusma... Yo sí pregono a voz en grito que soy culpable, muy culpable, señor comisario… Culpable de mi absurda inocencia.
Sabe usted bien, comisario Robinson, que lo que ocurrió en el Banco no tuvo nada que ver con la versión que se dio en aquel remedo de juicio; entre usted y ese maldito “fiscalucho” de poca monta convencieron con sus sucias artimañas al jurado de que Bolton, McArthur, Maxwell y yo fuimos los que planeamos entrar a través de las cloacas y perpetrar el robo de un botín que nunca existió… Había que justificar esas muertes… ¿verdad, señor comisario? Tranquilo, tranquilo… Ellos tres ya están muertos y no pueden hablar… Fueron tiroteados allí mismo por usted y su obediente compañero, el sargento Batt; sin pedir explicaciones siquiera... ¿Recuerda?
En cuanto a mí… ya soy escoria olvidada y esto se va a quedar entre nosotros dos. No tengo tiempo de ser vengativo.
¿Sabe usted, Robinson…? Mi amigo Bolton era un buen hombre cuyo único pecado era estar necesitado de pasta, un tío todo generosidad y honradez, uno de esos pocos amigos a los que podías confiar a tu escultural mujer sin temor a que la cortejara a tus espaldas. Me enerva recordar que en el juicio dijeran de él que era un violador y que tenía antecedentes por robo… ¡Mentira…! ¡Todo asquerosas mentiras! Hasta tuvieron ustedes la osadía de falsificar los documentos sobre su pretendido “historial delictivo”… ¡Malditos bastardos…!
En cuanto a McArthur era el típico bobalicón al que se podía engatusar con un vulgar chupa-chups con tal de que fuera de menta… No tenía dos gramos de materia gris, y tan sólo valía para eso, para lo que hacía en el Banco cada vez que iba, y después se lo gastaba todo lo obtenido en un montón de pizzas, dulces y azucarados pasteles industriales… ¡Pobre gordito…!
Sin embargo, Maxwell era un caso aparte… Sí, es cierto. Era un tipo listo, de mirada inteligente, muy despabilado, de los que saben mandar y hacerse obedecer, y por eso al fiscal le vino como anillo al dedo esas circunstancias de su carácter para encajarle el papel principal de “cerebro de la banda”… ¡Pobre hombre…! Fue él quien se obligó a entrar con aquel pasamontañas porque le daba mucha vergüenza… No me extrañaron los chillidos de aquella mujer dándoles rápidamente el aviso…
Maxwell era un buen padre de familia que trabajaba a destajo en tres empleos distintos para dar de comer a sus cinco hijos mientras estudiaba durante las noches su carrera de Economía… Los pocos dólares que ganaba se le hacían siempre miserables, y por eso estaba en el Banco con nosotros…
El Fiscal… ¡Maldito cabrón leguleyo…! ¡Qué bien le salió al cabrón el puto montaje…!
Y en cuanto a mí… Bueno, quizás el más tonto de los tontos en un mundo lleno de listos sinvergüenzas. Fui allí casualmente con mis amigos por mera curiosidad, por ver cómo funcionaba aquel tinglado. Tuve la suerte de que vuestras balas me respetaran y no acertaran a tocar mis órganos vitales… Recuerdo que, antes de perder el conocimiento, cuando estaba en el suelo y la herida de mi hombro izquierdo tiznaba de rojo bermellón la moqueta, te acercaste hasta mí y me apuntaste con tu revolver para darme el tiro de gracia… Pero no lo hiciste… ¿Por qué, comisario? ¿Acaso te dio miedo la interrogante mirada de mis moribundos ojos…? ¿O sería, quizá, tu sorpresa cuando te diste cuenta de que tan sólo estábamos esperando nuestro turno de donación en aquel Banco de esperma y no había tal atraco…?
Por eso pusiste esa otra arma en mi mano, maldito cabrón…»
***
Robinson arrugó con displicencia aquel papelucho infecto e intentó un tiro de triple que, rebotando un par de veces en el borde de la papelera, cayó al suelo dejando ver su esquina inferior derecha que, sin arruga perceptible alguna, seguía clamando: “… maldito cabrón”
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