EN EL LAGO

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 Robert salió por la mañana del hotel cerca del castillo de Urquhart y se dirigió a la cercanía del Ness. El día anterior había disfrutado de unas espléndidas vistas de todo el lago, en una mañana que se levantó con niebla espesa, pero se disipó a las dos horas.

Caminó a lo largo de la parte oriental del lago y, a pesar de su grueso abrigo y el sombrero de fieltro, la lacustre humedad fría le bajaba los huesos. La temperatura del agua solía estar sobre los cinco o seis grados, y él hubiera preferido quedarse en Inverness; aunque la belleza impactante de las Highlands era más cercana al espíritu de Robert, Susan le había convencido de que ver el Loch Ness. Ahora ella dormía en la acogedora habitación del hotel.

Se giró para contemplar el impresionante castillo. Indudablemente formaba parte del paisaje y confería a la zona una característica turística envidiable. En el paseo alrededor del lago no había absolutamente nadie. A esas horas, los avidos turistas, con sus ruidos hijos e hijas, sus perros y sus expectativas de sacar las mejores fotos estarían como Susan, en el mundo de las revueltas sensaciones oníricas.

Le envolvió una melancolía profunda, honda como el propio lago y tan secreta como la oscura leyenda sobre Nessie.

Extrañamente no sentía el dolor que le causó conocer inopinadamente la relación entre Susan y Duncan Solech. La mañana en que regresó anticipadamente de Dublín y vio el Audi de Duncan frente a su casa se quedó paralizado. Duncan era su socio desde hacía veinte años. Habían cursado juntos la carrera y ambos eran reputados abogados expertos en causas empresariales. Langley y Susan era buenas amigas y solían pasear, ir de compras o citarse para comer en los restaurantes más coquetos de Londres. Todo resultaba embarazoso... Pero el hachazo que supuso la foto fija del auto de Duncan, dejó paso a la expectativa de que se tratase de un malentendido, que quizá Susan tuviese un problema que requiriese el auxilio inmediato de un amigo como Duncan

Robert esperó un cuarto de hora y luego se acercó a la parte de la casa donde estaba la cocina. Allí vio a Susan abrazada a Duncan, con la blusa abierta, sus pechos desnudos entre las manos ahuecadas de él; besándose apasionadamente. Los brazos le pesaron instantáneamente como si fuesen sacos de cemento, las piernas le flaquearon, un sudor frío le recorrió las piernas que dejaron de poder sustentarle. Discretamente, con paso quedó, de alejó y regresó a la acera de enfrente, donde le había dejado el taxi. Le embargó un desconcierto que se transformó en tristeza mientras caminaba en dirección al Six Lions. Había pocos parroquianos. Bertie le saludó y con una sonrisa fingida pidió una pinta. Se sentó junto a la ventana y sin poder evitarlo agachó la cabeza. Su corazón se arrugó como un cartón que hubiera recibido un manguetaxo de agua.

Ese recuerdo ya no le causaba daño. En la habitación del hotel, la primera noche, antes de bajar a cenar le había contado a Susana que lo sabía todo, que les vio anatse en su ausencia. Susan se quedó callada un largo lapso, mirando hacia la pared amueblada en color caoba. Se fue a sentar al borde de la cama, juntó las manos en el regazo, con la cabeza baja, el cuello girado a un lado. Yo... Robert... Te aseguro que fue una sola vez... Aquello ya pasó..., para los dos. Lo comprendimos inmediatamente. Él se acercó a la ventana y dejó que su mirada se perdiera en dirección al Loch Ness, que apenas se distinguía por las crecientes brumas nocturnas. No dijo nada; espero a que Susan continuará. Pero ella siguió callada. Al cabo de unos minutos extendía como la noche en invierno, Robert le tendió la mano y le dijo, vamos a cenar, estoy famélico. Ella levantó la mirada y vio aquellos lánguidos ojos azules que la habían enamorado en un julio en la costa de Brighton, cuando tenía veinte años. Se apoyó en Robert y ambos bajaron al comedor del hotel.

Iba dando pequeños golpes a las piedrecillas redondas del sendero color ocre del paseo cuando escuchó un siseo bronco y miró hacia el lago. Dos arcos espumosos se elevaron a cada lado, en medio de los cuales la descomunal cabeza de color pardo emergió. El cuello hizo un giro espectacular. Dos ojos redondos y blanquecinos rotaron en todas direcciones, mientras la forma ahusada se movía muy veloz, antes de perderse hacia el centro del lago. Robert enmudeció sus pensamientos, boquiabierto por la emoción del momento. Cuando volvió plenamente en sí, la cabeza apenas se distinguía; la placidez del lago recuperó sus dominios. Robert buscó por todas partes, pero no había ni un solo espectador del mágico momento en que Nessie dejó de ser una cautivadora fantasía, para atraer turistas, y se transformó en un acontecimiento más importante y transcendente que cualquier deseo humano interior, que toda necesidad apasionada y fogosa pudiera lastrar con su dolorosa inmadura permanencia, la inusitada maravilla de la vida y sus sorpresas más allá de la estrecha visión del orgullo personal.

Cuando regresó a la habitación, Susan salió de la ducha desnuda. Estaba bellísima con el cabello resplandeciente. Fue hasta él, lo abrazo y se volvió a disculpar. Fue sólo una aventura, adujo.

 

 


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