La suya era una vida solitaria, una ininterrumpida rutina de días grises y noches tristes. Desde hacía mucho él habitaba la isla con la única compañía del pequeño Leo. El perrito, al igual que su compañero humano, ya no era joven y había visto pasar muchas mareas y tempestades, así como las excepcionales calmas en las que el mar, cansado de bramar, decidía ocasionalmente acariciar, con unas casi inapreciables olas, los arenales y la base de los altos acantilados. El único contacto que tenían con la civilización era el bergantín que cada tres semanas acudía a traerles provisiones, si las condiciones meteorológicas lo permitían, aunque cuando estas empeoraban podían pasar meses sin ver el rostro de alguna persona. La lectura, a la que tan aficionado era, no podía suplir la calidez de una conversación. Al atardecer se sentaban juntos en la playa, al pie del faro, esperando que aquellas velas que cruzaban el horizonte y que ellos guardaban en su viaje, llegaran a su destino sin contratiempos.
Ella nació en el palacio, aunque no entre almohadas y suntuosos tejidos, sino sobre la propia tierra, al pie de aquella fuente que curiosamente tenía labrada la figura de un simio, en una calurosa noche de verano. Vivían en la cabaña del robledal, que estaba cerca del viejo molino, y desde muy niña le gustó conocer las plantas, los árboles, y todo aquello que el bosque guardaba con celo, pero que con tiempo y cariño enseñó a la pequeña, aquella, que pasados los años, se convirtió en una hermosa joven que preparaba remedios y medicamentos con todo aquello que se encontraba en su comarca. Un día también descubrió el mar, aquella inmensidad amiga a la que ahora que amaba tanto como los bosques, a los ríos, al aire y a la lluvia, imágenes, sonidos, sensaciones.... que la reconfortaban y la animaban.
Antes de volver a casa fijó brevemente sus sentimientos sobre un pergamino, e introduciéndolo cuidadosamente en una botella los entregó al capricho las aguas.
Tras unos meses aquellas palabras encontraron destino. Unas arrugadas y fuertes manos recogieron el pecio de entre las ondas, y los cansados ojos las leyeron con sorpresa, con alegría, con la avidez de quien encuentra un tesoro, deteniéndose cuidadosamente en cada palabra. Temeroso de que aquel regalo fuera el único, y de que aquella alegría súbita en el corazón pudiera desaparecer sin más, se decidió a contestar, sin saber muy bien si su misiva encontraría a aquella misteriosa escritora, y que, en el improbable caso que así fuera, tuviese noticias de ella de vuelta.
Pasó el tiempo, mucho tiempo, y la ilusión de la llegada de una carta dibujó en los días antes anodinos pequeñas pinceladas de esperanza. Las jornadas formaron meses antes de recibir nuevas por medios más convencionales. Comenzó así una correspondencia de remitentes alejados por la distancia, pero cada vez más próximos en los afectos, de tardes y noches de lectura epistolar a la sombra de los árboles o al abrigo de las rocas.
Y en un día que consideraron de común acuerdo apropiado, decidieron ponerse rostro ya que todo lo demás lo conocían, y él embarcó con Leo aunque amenazaba tormenta. Se encontraron en aquella playa donde todo había comenzado y su mirada se reconoció al instante, sin que fuera preciso mediar palabra, y tras esto un fuerte y largo abrazo selló el comienzo de algo hermoso, pero esa…es otra historia.
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