MIO CARO... (1)
La barrera del amor la sitúan las almas cándidas en los cincuenta; más allá trazan una línea que, como les sucede a las gallinas con una línea blanca de tiza (o eso dicen los entendidos), deja a esas simpáticas animalitas hipnotizadas frente a la raya, sin poder despegar los ojos. ¡Qué decir del sexo de los sexagenarios! El horror en las caras de los moralistas, el repudio hasta la repugnancia se dibuja deformando mejillas, frentes y líneas de los labios cuando se habla del tema; basta con insinuarlo... El malestar y el escalofrío recorren las tibias espaldas de los moralistas bien pensantes. "El sexo es para la juventud", cacarean.
Ahora te relato, querido, querido mío, confidente con quien no he guardado secreto alguno todos estos años, mi aventura... la que ha cambiado mi vida, sin vuelta atrás.
Marcela, mi pedicura, te la he mencionado de pasada en otras ocasiones, siempre me pareció una mujer atractiva, resuelta, con la cual he mantenido conversaciones muy divertidas mientras hacia su trabajo en mis pies. Alta, de cabello corto, teñido de un suave tono pelirrojo, que pega muy bien con las pecas de su nariz, mejilla y barbilla, acababa de cumplir anteayer los cincuenta y tres. Estaba muy contenta, y nada deprimida por el nuevo cambio de calendario en su vida; sino al contrario. La felicité con un par de besos, y ella para celebrarlo, me invitó por la tarde en Giacomo's, la coctelería del centro.
Al final de su jornada de trabajo, cuando Marcela cerró su local, se encontró conmigo en una mesa recogida, en un rincón iluminado con lámparas de suave color bermellón. Pedimos un par de negronis, a los cuales siguieron tres más para acompañar las tostas de caponata y los pinchos de focaccia. Marcela tenía una conversación aguda e inteligente, muy animada. Se la veía feliz. Entramos en temas íntimos. Marcela había estado casada, sin hijos, y se había divorciado a los cuatro años. Yo, como sabes, desde que enviudé de Carlo el año pasado no he tenido otra relación sexual que conmigo misma.
Las dos estábamos algo borrachas y, por mi parte, que bebo sólo ocasionalmente, me costó recuperar la verticalidad para salir de Giacomo's. Marcela reía muy divertida al verme tan mareada. Me tomó del brazo y me dijo que siguieramos la charla en su casa de la strada Ferraro, a pocas manzanas de la coctelería. Tropecé en un bordillo y Marcela tuvo que sostenerme por la cintura. Yo me reía a carcajadas y me sentía exultante. Hubo de sujetarme por las caderas para no caerme de bruces al suelo. Sentí su aliento a negroni muy cerca de mi cara; un agradable hálito caliente y perfumado por el Campari y la corteza de naranja. Cuando me pude volver a sujetar por mí misma, me pasó la mano por el pelo para recomponerlo y luego me acarició las mejillas sonriendo. Había chispas en sus ojos, algo más brillantes que las causadas por el alcohol, que en su caso parecía no afectarla. Me puse seria y pedí perdón. Marcela se rió y me dijo, no, querida, no pasa nada, y me llevó abrazada hasta llegar a su casa. Me gustaba sentirme cuidada y protegida. Notaba su cuerpo caliente; me abrazaba por debajo del busto; su respiración estaba agitada.
Se quitó el abrigo, luego me desprendió del mío y me condujo a un sofá de cuero de color caoba, en el que me ayudó a sentar. Se agachó y me quitó los zapatos. Yo aún seguía con un ligero vértigo y me recosté. Marcela lanzó buba carcajada, me dijo que sabía cómo curar aquello. Conectó el equipo de música y la suave música chillout inundó la sala en tono intimista, después desapareció en dirección a la cocina. Oí el tintinear del cristal de unos vasos; al cabo de unos minutos regresó con una jarra llena de aromático café negro, humeante y se sentó a mi lado. Bebimos en silencio, poco a poco, los sorbos de cálido y oscuro líquido.
Volvió a llenar mi vaso. Colocó su brazo por encima de mis hombros, se aproximó a mi rostro y me preguntó si estaba mejor. Yo había recuperado parte de mi consciencia, aunque no plena. Me reí y le respondí, sí, querida, gracias. Ella me tomó una mano y con la otra dibujó la forma de mis mejillas con los dedos. Sentí un escalofrío agradable; era una extraña sensación placentera; un estremecimiento... me quedé mirándola fijamente y la abracé. Marcela me sujetó las manos y besó mis labios con una delicadeza que yo desconocía; nada que ver con los besos masculinos que yo había conocido, rápidos, opresivos, como los de Carlo. Abrí los labios y Marcela los tomó entre los suyos, los introdujo en su boca, los succionó, pasó la lengua por ellos, la introdujo en mi boca y lamió mi paladar, recorriéndolo; su lengua sorbió mi saliva, yo saboreé la suya; nuestras bocas sabían a café. Marcela recorrió todo el interior de mi boca, jugó con su lengua en mis encías, mis dientes; acarició con su lengua la mía y chupó mi caliente jugo salivar.
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