LAS VENTANAS DE LOS DESEOS

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          LAS VENTANAS DE LOS DESEOS

  

    Todas las tardes, Marina se sentaba allí, con su taza de café en la mano, observando el bullicio de la ciudad. Los últimos rayos de sol iluminaban su pequeño rincón, y desde ahí podía ver el mundo pasar. Sin embargo, no era la vida de los demás lo que la atrapaba, sino una figura específica: el joven que todos los días a la misma hora se asomaba en el edificio enfrente de su casa.

   Entre los edificios que rodean el parque, con sus hermosos árboles, semi desnudos de sus hojas, esas que ahora tapizan el suelo terroso con tan bellas  tonalidades que resultan imposibles de describir en su totalidad, Marina distingue la figura de él... un desconocido.

Él, Roberto, desde la vertiente opuesta, eso no lo sabe Marina, va hacia la ventana con la caída de las últimas luces del día, cuando sabe que ella... una desconocida, se acerca a su ventana de enfrente y se para a mirar hacia el parque desierto. Como ella, él, cada atardecer —con su cabello alborotado y una sonrisa que parecía capturar la esencia del día— se acercaba a la ventana y observaba unos minutos, que a veces se extendían como si fueran hora, el paseo que rodea el, ya a esas horas, solitario parque.

Ella no sabía su nombre, pero cada vez que lo veía su corazón latía con fuerza. Era como si la ventana, aquel simple marco de madera, se convirtiera en un portal hacia una historia de amor que aún no había comenzado.

Dos desconocidos; un reencuentro diario. Cada uno separado del otro por las sombras tímidas del ocaso y la extensión pequeña del parque. Sin embargo, mantienen un cálido vínculo de un romance nunca declarado. Pero...algo va a cambiar el curso de sus vidas.

Un día, Marina reunió el valor y decidió hacer algo diferente. En lugar de limitarse a observar, tomó una hoja de papel y escribió una pequeña nota: “¿Te gustaría compartir un café?” La plegó cuidadosamente y la dejó en un pequeño libro que siempre tenía en la mesa al lado de la ventana. Esa mañana, lo colocó en el alféizar, justo a la vista del chico de la ventana y por la tarde haciendo un pequeño avión de papel, tal y cómo la había enseñado su abuelo, lo lanzó recto a la ventana de aquel hombre.
Cuando él vio la nota en el suelo de su casa, sonrió. Marina sintió que su corazón se detenía; había sido vista. Observó como desplegaba el papel y leía la nota y, después de un breve momento de duda, movió la cabeza en tono afirmativo y escribió mostrándola en un folio con rotulador negro "¿Mañana, a las seis?”
La noche anterior fue de insomnio y emoción. A las diez en punto, Marina estaba lista, nerviosa pero decidida. Una vez más, se asomó a la ventana. Al verlo acercarse a su portal, el mundo pareció desvanecerse, dejando sólo aquel instante. Él se detuvo frente a la casa y levantó la vista, su sonrisa iluminando el día.
“Hola”, dijo él, y su voz sonó como un eco dulce en el aire. “Soy Roberto”.
“Marina. Ahora bajo”, respondió ella, sintiendo que el nombre sonaba a música en sus labios.
Pasaron las horas en la cafetería de su calle, conversando, entre risas y miradas cómplices, como si se conocieran de toda la vida.
Al final del día, mientras el sol se ocultaba en el horizonte, Roberto se despidió con un prometedor “Hasta mañana.” Marina sonrió, sintiendo por primera vez que su ventana no era solo un marco hacia el mundo exterior, sino un portal hacia el amor que había estado esperando.
Y así, de tarde en tarde, la ventana se convirtió en testigo de un amor que floreció, donde las palabras, las miradas y los silencios compartidos tejieron una historia interminable entre dos almas gemelas que se conocieron a través de una ventana.

 


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