El despertar de mi sexualidad
Por agata
Enviado el 26/12/2024, clasificado en Adultos / eróticos
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Ocurrió hace muchos años, en un campamento de verano. Mis padres me enviaron pensando que sería una experiencia positiva, que quizá sirviera para superar mi faceta introvertida, que me impedía socializar en la escuela y los tenía un poco preocupados.
Nunca antes de mi estancia en el campamento había yo tenido ni tan siquiera pensamientos y mucho menos acciones que ni remotamente pudieran relacionarse con el sexo. Ni viendo escenas en la tele subidas de tono, ni había leído libros con escenas de sexo, ni por supuesto, había entrado nunca en una página web de contenido para adultos.
Los primeros días y, de hecho, durante toda mi estancia participé y actué, quiero pensar, de forma irreprochable. Si bien era tímida y retraída, contribuía activamente a todas las actividades, siempre puntual y responsable… En fin, la niña perfecta que cualquier monitor querría en su grupo. Quizá no la más simpática, pero la que no da problemas de ningún tipo y con la que siempre se puede contar para todo.
Pero por dentro algo despertó en mí ese verano.
Uno de los primeros días fuimos a bañarnos a unas pozas donde el agua estaba congelada. La mayoría apenas nos atrevíamos a meter un pie, incluso con el calor que hacía en pleno mes de agosto.
Los chicos mayores, no obstante, los de dieciséis años, se armaron de valor y con gran alboroto y muchos aspavientos se metieron en el agua, chillando, gritando y salpicando a todos los que estábamos en la orilla.
Yo, tal y como hacíamos la mayoría, sentada en una piedra, los observaba entre divertida y envidiosa, pues, mientras nosotros sudábamos la gota gorda, ellos se lo estaban pasando en grande, una vez superado el frío inicial.
Y fue en ese momento, allí observándolos, cuando noté un hormigueo incómodo que me recorría, y un sudor extraño que sentí no era debido al calor.
No podía dejar de mirar sus cuerpos fibrosos, sus brazos y piernas fuertes, sus culos prietos y redondeados y, sobre todo, sus pechos firmes, que imaginaba duros al golpe y suaves al tacto. Y, por primera vez en mi vida, además, empecé a pensar en lo que esconderían en la parte delantera del bañador. Mi imaginación desvariada creía ver algo que abultaba la tela y se movía como si tuviera vida propia. Veía, o creía ver, no podría decirlo, que cuando saltaban, o se volvían, algo se les movía. Y el imaginar el qué me causaba escalofríos.
No sabría decir cuánto tiempo pasé hipnotizada por la visión de esos chicos en el agua. Nadie me molestó, como era previsible, y pude torturarme a placer con la escena y recrearme en las extrañas reacciones de mi cuerpo, que actuaba ajeno a mi voluntad, con sensaciones nuevas que, ausente como estaba, no las pasé por el tamiz de ningún juicio de valor. Me limité a disimular y a sobrellevarlas como venían.
Mi entrepierna se me humedeció al instante y sentía que los flujos vaginales no paraban de fluir. Había dos chicas sentadas en una roca contigua que hablaban distraídas y no me prestaban atención. A mí me parecía increíble que no se percataran de mi estado de turbación.
Como había estado tentada de bañarme iba únicamente cubierta por un bikini de dos piezas, así que me cubrí con una camiseta y junté las piernas a mi pecho, rodeándolas con mis brazos como si fuera una bola. Necesitaba agarrar algo con las manos, ya que, de no hacerlo, no sabía si resistiría el instinto primario que me pedía, me urgía, llevar mis manos a mi vagina y untar mis dedos del flujo que estaba empapando la braguita del bikini.
Y frotar. Sentía la necesidad de frotarme todo lo de allí abajo, con violencia incluso. Quería pasarme la mano entera, con la palma abierta, y restregar los labios vaginales y la zona superior, donde más picor sentía.
Pero no podía hacer nada de eso. Solo podía limitarme a sentir el deseo y mirar a esos chicos apenas cubiertos por sus bañadores que se exhibían delante de mí.
Lo que sí podía era apretar con fuerza las piernas contra mi pecho. Pero era un consuelo escaso, pues ahí también la frustración se concentraba en la punta de mis tetitas, que con gusto hubiera masajeado con más violencia aún que con la que hubiera castigado mis partes bajas. Miraba los pectorales de los chicos y deseaba introducir una mano bajo la camiseta holgada que llevaba y estirar con violencia mis pequeños pezones, que sentía hinchados y duros como guisantes.
Finalmente, volví en mí. O no. No lo sé. El caso es que tuve la cordura, o la fuerza de voluntad, de poner fin a aquello. Y al rato me levanté y me metí en el agua, como ya habían empezado a hacerlo muchos de los que habían estado expectantes.
El agua helada rebajó mi ánimo, despejó mi mente y limpió mi cuerpo y, con la claridad de juicio que recuperé, alcancé a darme cuenta de que con aquella experiencia había abierto la puerta de un universo de múltiples posibilidades.
A partir de ese día, nada de lo que ocurrió en el campamento podía desvincularse de aquella experiencia.
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