El poder de Isabel (4ª parte)

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Comprendí que me había drogado con su infusión. Sin embargo, eso podía explicar mi debilidad, que no hubiera podido detenerla, pero lo que seguí sin explicación era cómo había conseguido que la deseara, que disfrutara con ella cuando jamás había sentido inclinaciones de ese tipo.

Por mucho que pensé en ello, no llegué a ninguna explicación satisfactoria. Cuando se aproximaba la hora del té, empecé a pensar en no acudir. Había gozado de dos orgasmos increíbles, pero tenía miedo de caer en las redes de aquella mujer que parecía leer mis pensamientos y ejercer un control extraño sobre mí. Finalmente, me convencí de que tenía que hablar de todo eso con ella, despejar mis dudas. Estaba decidida a no ceder a sus peticiones, no permitir que se comportara como si nada y, sobre todo, no bebería su té.

Llegué puntual a la cita. En esta ocasión, me había puesto un jersey de cuello alto muy poco elegante y unos pantalones vaqueros. No quería presentarme bien arreglada y con un vestido atrevido que pudiera incitarla y, llegado el caso, facilitara su trabajo. Pero, para mi sorpresa, Isabel me recibió diciendo:

- Querida, ¡estás preciosa!

- Gracias.

¿Lo decía en serio o era una crítica velada a mi manera de presentarme?, ¿habría adivinado mis intenciones de poner todo en claro?

Me condujo a la misma salita del día anterior. Había colocado un jarrón con media docena de rosas rojas junto a la ventana. ¿Se estaba declarando?

Esa mujer no dejaba de desconcertarme, parecía ir un paso por delante y empecé a sentirme más débil que cuando me dirigía hacia su casa. Intenté recomponerme, teníamos que hablar sin demora.

Me senté en el sofá de nuevo y ella ocupó la silla frente a mí. Repetíamos el ritual anterior casi inconscientemente. Vi la tetera en la mesa, frente a mí. Y entonces decidí no demorar más el asunto que me preocupaba.

- Isabel, ¿qué había en el té que tomamos ayer?

- Querida, había té, te lo dije, un té especial de esta región.

- ¿Un té que me dejó sin fuerzas?

- ¿En serio?, lo lamento.

Era evidente que aquella mujer seguía jugando conmigo y se aferraba a sus mentiras. Comprendí que estaba chocando contra un muro que no sabía cómo derribar.

Sin inmutarse por mis preguntas, vi cómo se acercaba a la tetera y me servía una taza de té, llenándola hasta el borde.

- Bebe, me dijo.

No parecía una orden, sus palabras estaban envueltas en un halo de dulzura y su mirada parecía suplicarme que le hiciera caso. Miraba la taza y la miraba a ella. Estaba realmente confusa. ¿Tenía el valor de ofrecerme más té?

Isabel no apartaba sus ojos de mí, su mirada fue cambiando poco a poco, volviéndose más imperativa, apremiándome a obedecerla. Me di cuenta de que no podía apartar mi mirada de la suya. Estaba atrapada por sus ojos color miel y la fuerza de sus deseos me llegaba clara y rotunda.

Sin dejar de mirarla, alargué mi mano y cogí la taza. Lentamente, evitando derramar algo, la llevé hasta mis labios y me bebí todo el té de un golpe.

Volví a dejar la taza en la mesita y entonces noté que algo se aflojaba en la mirada de Isabel. Entonces pude apartar mis ojos de los suyos y me recliné en el sofá, vencida.

Se acercó despacio y me levantó los brazos; tirando del jersey hacia arriba, me los quitó al instante. Yo no me había puesto sujetador ese día y no podía saber el motivo. Tanto cuidado con mi ropa y le había regalado la visión de mis pechos, agitándose bajo la gruesa lana. Al verme mis tetas, Isabel sonrió complacida y excitada. Me puso de pie y mientras comenzaba a besarme el pecho, con un movimiento de su cabeza me obligó a que me quitara los pantalones. Tampoco me había puesto bragas, así que solamente sin dos prendas, me había quedado desnuda.

Volvió a sentarme en el sofá. Me besó con cariño en los labios y se marchó. Un minuto después volvía con una venda en la mano y en la otra, algo que escondía detrás de su cuerpo.

- Póntela cariño

Me vendé los ojos y me quedé expectante, nerviosa, excitada. Me daba cuenta de que el té no me había hecho ningún efecto, tal vez una sola taza no era suficiente. Pero el caso es que estaba despierta, plenamente consciente de mis actos y aun así seguí estando a merced de Isabel.

Me colocó justo al borde del sofá, la espalda recta, las manos a los lados de mi cuerpo, inmóvil. Entonces escuché un pequeño chasquido y un motor, como de una batidora, zumbando cerca de mí. Se me aceleró la respiración. Estaba totalmente sometida por esa mujer, hacía conmigo lo que se le antojaba y ahora, algo asustada, temía que pudiera hacerme daño con algo que no sabía qué era. Porque, el verdadero peligro residía en que sabía que sería incapaz de oponerme a sus deseos.

Oí como el ruido se aproximaba a mí. La tensión era insoportable. Isabel toco mi muslo con su mano y di un salto en el sofá. Me tranquilizó con un par de palmaditas y su mano me abrió de piernas. Fura lo fuera ese ruido, iba derecho a mi vagina.

Y entonces lo sentí, algo frío, de plástico, hurgando en mis labios vaginales. ¡Un consolador!, pensé. De inmediato me tranquilicé al tiempo que ella empezaba a jugar con él dentro ya mi vagina. El cosquilleo inicial fue dejando paso a oleadas de placer, a escalofríos y convulsiones nerviosas. Isabel me lo metía y lo movía como si fuera un pene, solo que más grande y con unas vibraciones que me llegaban hasta la espina dorsal. Nunca había jugado con un consolador y estaba comprobando lo que me había perdido.


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