El poder de Isabel (6ª parte)

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Isabel seguía al mando. Sus palabras me encendían más, llevándome a meterle los dedos hasta el fondo de su vagina. Sabiendo cómo estimularme para que diera lo mejor de mí, Isabel seguía susurrándome insultos y frases que hacían que la deseara aún más.

- Zorra, perra, no te detengas. Vamos, fóllame, lo estás deseando. Cómeme el coño, puta.

Y yo no paraba, estaba encendida como una antorcha. Metí mi cabeza entre aquellos muslos poderosos y empecé a chuparle el coño, suave, dulce, irresistible. No pude contenerme y al mismo tiempo comencé a masturbarme, necesitaba aplacar el fuego que me devoraba. Isabel se dio cuenta de eso y me animaba.

- Estás en celo, perra, en celo.

La chupé con todas mis fuerzas, metí la lengua todo lo que pude dentro de ella, jugué con cada pliegue de su vagina hasta que se corrió con una sacudida, cerrando los muslos sobre mi cabeza, dejándome agotada, de manera que no pude terminar de darme placer. Pero Isabel lo tenía todo calculado. De un pliegue del sofá sacó el consolador y me lo dio. Sin decir nada, me senté en la silla, frente a ella, para que pudiera verme bien, y encendí el aparato metiéndolo inmediatamente hasta el fonde de mi coño. Le di la máxima potencia y me lo metía con fuerza para intentar llegar lo antes posible al orgasmo, pues la tensión que sentía dentro de mí se había vuelto insoportable. Imagino que el espectáculo debía gustarle a mi amiga, pero no puedo asegurarlo, porque la tensión me obligó a cerrar los ojos, echando la cabeza hacia atrás mientras buscaba urgentemente los resortes que me hicieran estallar al fin. Y sucedió, reventé en un grito agudo, interminable, mientras caía de mis manos sin fuerza el consolador. Unas pequeñas gotas de sudor se habían formado en mi frente e Isabel se acercó y las secó todas con su lengua. Después me besó en los labios, dulcemente, en un beso largo y cálido.

- Eres mía, cariño.

Y era cierto. Incomprensiblemente, Isabel me había seducido. Esperaba con ansiedad mi cita del té. Cada tarde, follábamos apasionadamente y siempre era diferente, siempre me dejaba sorprendida y completamente satisfecha. Era como si me hubiera hipnotizado y no quería despertarme más.

Un día, Alberto regresó. Tenía que suceder y no sabía cómo iba a reaccionar cuando me pidiera sexo. No es que me hubieran dejado de gustar los hombres, pero con Isabel estaba tan plena que no necesitaba nada más. Pero seguía casada con Alberto y, mientras así fuera, debía disimular. No sabía si aguantaría con él mucho más tiempo pero, por otro lado, si me divorciaba, tendría que dejar el cuartel. También podían volver a destinarnos a otro país o destinar al marido de Isabel. La verdad, era todo muy complicado. Lo único que podía hacer por ahora era aprovechar el tiempo con mi amante.

Ese día, por la llegada de Alberto, no pude acudir a tomar el té. Me sentía vacía, incompleta, pero intentaba disimular mi frustración como podía. Esa noche, noté que Alberto quería sexo. Cuando me dijo que se iba a costar, fingí no tener sueño, diciéndole que iría a la cama más tarde. Intentaba evitar tener que acostarme con él, pero venía de mucho tiempo sin hacerlo y no iba a renunciar a echar un polvo. Así que, al ver que tardaba en ir a la habitación, vino él al salón. Estaba viendo la tele, bueno, en realidad solo la había encendido para disimular, no me interesaba nada de lo que estaban poniendo y ni la miraba. Mis pensamientos estaban con Isabel. Así que la aparición de mi marido me sobresaltó. Comprendí a qué venía y decidí que lo mejor era hacerlo ya y acabar cuanto antes. La verdad es que él debía estar muy caliente, porque me cogió en brazos y me llevó a la habitación sin decir ni una palabra. Me tumbó en la cama, boca abajo, me bajó los pantalones y comenzó a follarme. Mientras lo hacía, recordaba las manos de Isabel en mi vagina o cómo me hacía estremecer con el consolador. Eso me excitaba un poco, haciendo creer a mi marido que era él. Se movía sin ritmo, sin gracia; me penetraba a empujones y de pronto, se paraba. Sacaba su pene de mí, esperaba unos segundos y volvía a penetrarme. Aguantó así unos minutos y en todo ese tiempo no dijo nada, no me besó, no acarició mis tetas. Solamente su penetración torpe y entrecortada hasta que no pudo aguantar y se corrió dentro de mí, sin gemidos, sin nada salvaje que lo sacudiera. Fue un polvo realmente triste.

Al día siguiente ya no podía pasar sin ver a mi amante. Me importaba un rábano lo que pudiera decir Alberto. Solo le comenté en la comida, de pasada, que esa tarde me había invitado la esposa del segundo oficial a tomar el té a su casa.

A las cinco, estaba ya en la salita de Isabel, contándole el polvo de anoche. Sonrió y me dijo que era de esperar.

- Cariño, has probado la miel, el pan duro ya no te satisface.

Y me sirvió una taza de su té. La bebí y después una segunda. No solamente me gustaba el té, sino que me había vuelto adicta a sus efectos. Ser poseída por Isabel en ese estado de somnolencia, indefensa, añadía un morbo tremendo al acto en sí. Me gustaba que abusara de mí, esa era mi verdadera droga.

Ese día, los efectos del té fueron más intensos, hasta el punto que me sumió en un estado de debilidad que me nublaba completamente la mente y me había dejado sin fuerzas, como un pelele. Isabel me llevó con dificultad a su habitación y me tumbó en su cama. A continuación, me ató las manos a los extremos del cabezal e hizo lo mismo con mis tobillos al pie de la cama. Estaba totalmente abierta de piernas y brazos, inmovilizada, aunque poca resistencia podía ofrecer en mi estado.

Isabel fue a un cajón de un mueble y sacó un extraño aparato. En ese momento no podía decir lo que era, apenas llegaba a mover la cabeza y todo se nublaba a mi vista. Lo que sí que noté era cómo introducía ese artilugio en mi vagina, bien adentro y ella se sentaba frente a mí, a los pies de la cama, con su teléfono en la mano.


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