El beso hechicero.

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                                                   Amarse sin quererlo.

Ella solo quería probar un beso suyo. Sabía que había besado a muchas y quería saber cómo su boca se plasmaría en la suya, cómo su lengua se deslizaría por la suya acariciando sus dientes, pero tenía temor de herirlo. Ella solo quería un beso. Cuando le habló de su curiosidad, no sabía que ya lo estaba hiriendo. Entonces él quedó en silencio para que ella notara su dolor, cuando se repuso trató de convencerla de satisfacer su propio deseo y aceptó. Fue un beso apasionado. Los labios de él se posaron sobre los de ella como dos alas vibrando en un íntimo vuelo. Las lenguas tímidamente se rozaron, lentamente se deslizaron entre los dientes, las bocas mezclaron sus salivas. La excitación los trasportó a una dimensión atemporal. Cerraban los ojos para sentir el ensueño de aquellos instantes. Ella sentía su aliento perfumado de amor. El de ella olía a rosa nocturna. Él creía de estar soñando. Ella pensaba de estar demasiado despierta. Cuando regresaron a la realidad, se despidieron en silencio. Pero sus vidas no fueron nunca más las mismas. Así cada vez que se encontraban no podían resistir de darse un beso en la boca, a veces como el primer beso, otras con la prisa que exigía el momento. No se volvieron una pareja, no estaba en los planes de ella. 

Pero después de aquel beso hechicero nació una reciproca complicidad. Con el pasar del tiempo los besos en la boca se convirtieron en un sello tácito de la comprensión y atracción entre ambos, pero no se hicieron novios. Se saludaban todas las noches para dormir al amparo de la seguridad del uno y del otro. Después de mucho tiempo del inicio de esa extraña relación, fueron a pasear juntos. Caminaban por un boulevard cerca del mar, las estrellas cálidas ya los habían visto besarse varias veces. Compraron unos helados y siguieron paseando entre el bullicio y la brisa marina. A un cierto punto sintieron ganas de tomarse de las manos, pero sabían de no ser una pareja. Sería un acto sumamente transgresivo. Él le rozó los dedos y ella insinuó una tímida sonrisa. No eran novios, ni amantes, solo sabían bien sus nombres, conocían bien sus bocas y trabajaban juntos. Él intentó nuevamente atraparle la mano, ella miró el cielo estrellado, suspiró y los dedos de ambos se entrelazaron. Ella se sonrojó, él se emocionó. Caminaban con pudor entre la gente, mirándose dentro, convencidos de estar haciendo algo extravagante: amarse sin quererlo.

Se amaban por un beso, pero no se lo confesaban. El amor y mucho menos él, no estaban en sus planes. Sin embargo, ella siguió besándolo y discretamente continuaron a buscarse con las miradas en el trabajo. Las “buenas noches” se habían impregnado del sabor apasionado de los besos. Los paseos juntos se hicieron más frecuentes. Se tomaban de las manos y temblaban al primer contacto. Las de ellas eran frías y él las arropaba con las suyas, cuando se volvían tibias les asaltaba una inevitable excitación. Ese roce manual, a veces era más profundo que cualquier beso, entonces para exorcizarlo, para no ser una pareja, se detenían bruscamente y en cualquier lugar estuviesen se besaban con pasión.

Una noche, mientras paseaban por un parque, vieron entre los pinos una luna color mandarina y en ese mismo instante sintieron el sensual perfume de la magnolia. Se detuvieron y se miraron a los ojos, mientras una estrella fugaz atravesaba el arco celeste. Se tomaron de ambas manos y sus cuerpos comenzaron a temblar. Como autómatas se desnudaron y con la garganta anudada de la emoción se tendieron sobre la yerba. Él la penetró mirándole a los ojos, ella lo alojó en sus entrañas apretándole las manos. Se amaron sin quererlo bajo la luna color mandarina. Pero esta vez, para conseguirlo, no se besaron. 

AMR.

 

 

 

 

 


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