Lila.

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                                                                               “Ludmila”

 

 

Recuerdo vagamente el día que traté de besarla, quizás fue en ese momento que comencé a amarla. Yo tenía seis años, ella siete. Nos veíamos con frecuencia porque éramos vecinos. Parecía una muñeca. Ostentaba siempre una sonrisita maliciosa que le daba un aire de plena complacencia. Tenía los cabellos rubios y rizados, la piel dorada, cubierta de vellos semejantes a los pelos del maíz tierno. Su nariz era redondeada y hacia la punta se volvía estrecha y empinada. Sus ojos vibraban como dos trémulas abejas. Cuando la encontraba un vago temor me asaltaba.

Un domingo por la mañana jugaba detrás de mi casa entre la yerba alta, escondido de las fieras que deambulaban por la selva de mi fantasía, cuando improvisamente apareció ella. Miraba hacia el yerbazal sin lograr descubrir mi presencia. Escrutaba seria, sin su habitual sonrisa y ello hizo que la viera en otra luz. Pensé implorase ayuda, ya oía los pasos de un tigre cuando salté a su a su lado para protegerla con un beso. Apenas mis labios se acercaron a los suyos sentí sus minutas uñas enterrarse en mis mejillas. Insistí en protegerla tratando de bloquearle la cabeza, pero fue en vano. Se liberó y escapó a su casa con el honor salvo. Yo corrí hacia mi madre con la cara embarrada de sangre culpando un gato callejero.

Pasó el tiempo y con él creció mi amor por ella. Con frecuencia rondaba cerca de su sombra donde me daba reparo con afecto fraternal. Seguí amándola sin trauma ni dolor, con resignación y en secreto, con ese amor puro que anida en el corazón de los niños.

En el barrio, los chicos empezaban a hablar de sus medidas, del tamaño de su seno, si cabía o menos en la boca de uno de nosotros. En esos momentos me sentía mortificado, hubiese querido desafiar a sus ofensores, pero el furor me pasaba rápido al darme cuenta de que nadie sospechaba de mi amor. Cuando se marchaban, quedaba solo bajo el cielo estrellado pensando en ella y en sus senos. Regresaba a casa sintiéndola cada día más lejana.
Y se volvió siempre más inalcanzable y seguí amándola en la distancia. Mientras tanto una jauría le giraba a su alrededor. Conocí algunos de sus novios. Eran bonitos, simpáticos y deportivos. Ella les dejaba y les recogía. Hasta que encontró el malhechor. El malo de la película, su justa mitad. Desde aquel momento me pareció verla bailar una danza frenética, tan exagerada que estropeaba su candor. Era aún bastante joven y su extravío contrastaba con el brillo marchito de sus ojos. Me parecía que hubiese perdido el control de la situación y navegase a la deriva. Quizás era solo una impresión mía. Quizás solo había encontrado el vórtice donde maltratarse complaciéndose. Fue en aquel periodo que logré besarla, pero sin ningún entusiasmo y quizás hasta hubiese podido medir con mi boca su seno. Pero preferí conservar el recuerdo de su mirada traviesa, de su modo altanero de montar bicicleta, de mis frecuentes visitas al portal de su casa en su ausencia para sentirla en el perfume de las flores que cultivaba su madre. Estuvimos atados por un tumulto de genuinos y vagos sentimientos. Fuimos vecinos cordiales y fraternos. Nos quisimos sinceramente, en silencio y distantes. Y ahora, que en la selva de mi fantasía los animales yacen medio moribundos, todo lo que tuvo que ver con nosotros desborda en mi memoria como una mansa avalancha. Sobre todo, el recuerdo de aquellas tibias noches cuando quedaba bajo las estrellas a desearla. Era solo el principio. Era mi primer amor, cercano y distante como un sueño, lejano y real como una estrella.

AMR.


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