La joven del piercing (1ª parte)
Por Jerónimo
Enviado el 03/01/2025, clasificado en Adultos / eróticos
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Sara conoció a Ester en la universidad. Ambas estaban en la misma clase de francés y era imposible no fijarse en ella: primero, porque era preciosa, con unos ojos negros profundos y una boca tremendamente sensual. Pero, además, lucía un llamativo tatuaje que empezaba en su hombro derecho y le llegaba hasta el codo. El pelo de un llamativo color azul y un piercing en la nariz. Por si no fuera suficiente, solía vestir camisetas, o bien muy ajustadas o muy sueltas y nunca llevaba sujetador. Cuando Ester entraba en cualquier sitio, todos se quedaban mirándola.
Y eso le sucedió a Sara la primera vez que la vio y, a pesar de estar saliendo con Julio, se sintió turbada. Jamás había sentido algo así al ver a una mujer, y pocas veces al ver a un hombre. Ester trasmitía una seguridad en sí misma inquebrantable, casi rozando la arrogancia. Pero además tenía estilo, gracia, a parte de su indudable belleza. Ofrecía una imagen entre rebelde y delincuente que a Sara le resultaba irresistible.
En cambio, Sara era lo opuesto a Ester en casi todo. Por la manera de vestir se diría que era una de esas pijas con dinero, presumida y superficial, lo que no era cierto, al menos no tan rotundamente. Y también era una mujer tímida, insegura a pesar de ser muy bonita. Su pelo liso, de un rubio casi trasparente, llamaba la atención y su cara era dulce, todo lo contrario que la de Ester. Parecían venir de mundos totalmente opuestos y, tal vez por ello, Ester se quedó mirando a Sara con el mismo interés que ella. Le llamaba la atención, a parte de su belleza dulce, su aire frágil, de persona indefensa frente al mundo que la rodeaba.
Sin embargo, ambas siguieron viviendo cada una en su mundo y el único contacto entre ellas era el compartir la misma clase tres días a la semana.
Un día, mientras Sara tomaba algo en la cafetería de la facultad mientras esperaba a su novio, Ester se acercó a ella.
¿Me das dos euros?
¿Perdón?
No me llega para un bocata, venga.
Y agarró el bolso de Sara cogiendo el dinero.
Sara no pudo ni reaccionar. La determinación de Ester, su seguridad, la dejaron sin palabras. En el fondo, no le molestó su actitud. De alguna manera estaba contenta. Era la primera vez que hablaban y la confianza que mostró Ester, cogiendo su bolso como si fueran amigas, le resultó encantadora.
Gracias, guapa. Por cierto, soy Ester.
Lo sé.
¿Y te llamas...?
Sara.
¡Me gusta!
A partir de ese día, Sara se dio cuenta de que no dejaba de pensar en Ester. No entendía qué le estaba pasando. Ella quería a su novio y, sin embargo, se daba cuenta de que se había enamorado de Ester y eso era absurdo: primero, no la conocía y segundo, era una mujer y a ella le gustaban los hombres.
Sara no podía saber en ese momento que a Ester le sucedía lo mismo. Se sentía atraída por Sara, por su fragilidad, su inseguridad, su belleza de porcelana. Claro que para Ester no había misterio, ella era lesbiana. La única incógnita radicaba en que Sara era completamente opuesta a ella y de ahí que no comprendiera del todo esa atracción hacia alguien tan diferente.
Así que ambas se encontraron intentando coincidir, como por casualidad, en los pasillos, la cafetería o el ascensor y en clase se sentaban muy cerca, mirándose a escondidas, pretendiendo que la otra no se diera cuenta.
Fue Ester la que al final terminó tomando la iniciativa, consciente de que Sara no iba a atreverse nunca a dar el primer paso. El viernes, tenían clase a última hora de la tarde y Ester se sentó al lado de Sara, lo que puso a esta visiblemente nerviosa y, al sentirlo, a Ester tremendamente contenta.
Toma, tus dos euros.
No tenías por qué devolvérmelos.
Pues me los quedo, y volvió a guardarlos en el pantalón.
Sara no pudo contener la risa, lo que molestó al profesor.
Allá atrás, si no les interesa la clase, hagan el favor de salir.
Ester y Sara se levantaron y todo el mundo se quedó mirándolas, eran el día y la noche. Ester llevaba unos pantalones vaqueros cortados a la altura del muslo y una camiseta de tirantes muy floja, de manera que no era raro que enseñara una teta sin querer. Sara vestía un traje de chaqueta y falda de color rosa, con un hermoso collar de perlas. El contraste era tan radical que hasta el profesor se quedó mirándolas sorprendido.
Te invito a un café.
Vale.
En mi piso.
De acuerdo.
El piso de Ester era pequeño, muy pequeño, y estaba decorado fiel a los gustos de su inquilina. No era precisamente acogedor, pero Ester le había proporcionado personalidad y carácter.
Quítate la chaqueta, dijo Ester al tiempo que ella misma se la quitaba.
Sara estaba sorprendida y nerviosa, sobre todo nerviosa, y no decía nada y, en caso de necesidad, respondía con un sí, un no o moviendo la cabeza.
Qué mona, dijo su amiga cuando vio que debajo de la chaqueta llevaba una blusa blanca de seda.
Sara se sentó en el sofá, que emitió un crujido que no ofrecía mucha confianza. Ester se sentó a su lado y se quedó mirando fijamente a Sara. Estaba preciosa, tan elegante, tan nerviosa. Parecía una de esos cachorritos que tiemblan constantemente de frío o de miedo o de ambas cosas. Ester sentía un impulso casi incontrolable de abrazarla, de protegerla de cualquier peligro.
Lentamente, Ester se acercó a ella y juntó sus labios a los suyos. Sara no se movió. Ester pudo oler su perfume y por primera vez se sintió turbada. Los labios de Sara eran suaves, muy suaves y Ester permaneció inmóvil unos segundos con sus labios pegados a los de ella. Sara no se apartaba, estaba quieta, expectante. Al fin, Ester comenzó a besarla, suavemente primero, luego movió la lengua a lo largo de los labios de Sara, pidiendo entrar. Lentamente, esta fue abriendo la boca y sintió un escalofrío por todo el cuerpo cuando la lengua de Ester tocó la suya. Al principio, parecía que Sara se hubiera convertido en una estatua, pero poco a poco, al calor de los besos de su amiga, comenzó a besarla también. Sara era muy delicada, pero para Ester era el beso más bonito que le habían dado.
Poniéndose de pie, cogió a Sara de la mano y la llevó a la habitación. De un cajón sacó unas esposas que apretó en una de las muñecas de Sara. Cuando iba a protestar, Ester la besó de nuevo negando con la cabeza. La acostó, pasó las esposas por detrás de los barrotes del cabecero y apretó la otra muñeca de Sara, que quedó totalmente a merced de Ester.
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