Mi primera experiencia Sado 1-3
Por agata
Enviado el 07/01/2025, clasificado en Adultos / eróticos
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Katya y Carlos me dan por fin una tregua, y yo lo agradezco en lo más íntimo, incapaz de dar crédito aún de la intensa sesión de placer que me han aportado.
Poco a poco, como un rayo de sol que se abre paso tras una furiosa tormenta, vuelve la calma, y yo percibo en la lejanía como mi cuerpo liviano queda inerte, tendido sobre la mesa, exhausto, los pies ya por fin apoyados en el suelo.
Me siento como una gatita a quien han colmado de placer y se regodea de su plenitud, reclamando incluso ahora, tras el placer máximo, unas últimas caricias arrulladoras.
Y trato de recogerme como la gatita en la que me han convertido.
Y entonces reparo en ello. Como un relámpago, me asalta primero la sensación de alarma y la terrible certeza después, y transformo el letargo en alerta y pánico y me revuelvo todavía como una gata, pero ahora convertida en una leona atrapada a traición.
Mi mente colapsada por la adrenalina trata de procesar el recuerdo de mis brazos doloridos por lo prolongado de la postura en la que los había mantenido, estirados hacia atrás, apoyados por encima de mi cabeza.
Intento recordar en qué momento empecé a sentir la presencia de algo alrededor de mis muñecas que no debiera estar allí. Levanto anonadada mis brazos a la altura de mi cabeza y observo incrédula las dos muñequeras de cuero, una en cada mano, cerradas sobre unas argollas, de las que parten sendas cadenas que se pierden tras de mí emitiendo un sonido tintineante mientras las agito.
Me revuelvo como una fiera, quedando a cuatro patas sobre la mesa. La cadena es larga y me permite esa posición, pero no lo es tanto como para poder ponerme en pie.
Trato de analizar la situación. La mesa tiene, en su parte más exterior, donde se acaba el terciopelo, un reborde de madera, y allí, repartidos a lo largo de todo su perímetro, unos orificios de tamaño considerable. La cadena une las dos argollas y se pierde entrando por un orificio y saliendo por otro. Al moverla puedo ver que se trata de dos cadenas que unen sus dos eslabones últimos con un candado. La cadena es fina y el candado pequeño, pero es implanteable tratar de romperlos.
Y el pánico se impone conforme se amortigua el subidón de adrenalina. Estiro inútilmente la cadena, verificando su resistencia, y cientos de planes de actuación saturan mi cerebro, sin encontrar el que pueda sacarme de esta situación.
Miro a Katya y a Carlos que se pasean por la habitación con indiferencia, sin prestarme atención. Y desesperada bajo al suelo; agarro la cadena y empiezo a estirar con desesperación tratando de arrancarla con el trozo de mesa que la sujeta.
Katya se me acerca armada con la versión más ladina de su sonrisa, como si no hubiera nada anormal en haberme encadenado a la mesa.
—Tranquila, cariño, no tienes que asustarte —dice dirigiendo una caricia a mi rostro que yo rechazo enfurecida—. No me niegues que no has pasado un buen rato hasta ahora —añade sonriendo con picardía—. No haremos nada que no te guste, te lo aseguro. No somos unos degenerados.
Y, dicho esto, dirige una sonrisa a Carlos mientras me invita, con sus manos en mis caderas, a tomar asiento en la mesa.
Las palabras de Katya no me tranquilizan, pero alcanzo a sospechar que me encuentro entre depravados, no entre psicópatas asesinos, de forma que consigo recuperar algo la calma.
—Soltadme inmediatamente, hijos de puta —me oigo escupir con una voz que destila odio.
Katya me mira sonriente.
—Lo siento, cariño, pero ese no es el plan. Y además no sería justo —añade con calma—. A ver, Carlos ha tenido su momento al principio de la velada, y me ha parecido que tú también has disfrutado de tu ratito de placer. Reconocerás que estáis en deuda conmigo. Es justo que ahora sea mi turno.
—¿Y se puede saber qué es lo que te pone, que necesitas encadenarme a la mesa para excitarte?
Se limita a mirarme con picardía y se acerca a un maletín que reposa sobre el escritorio, en el que hasta entonces no había reparado o, más bien, que al principio de la velada no estaba allí.
—Haremos un trato —dice mientras revuelve el contenido buscando en su interior—. Esta es la llave del candado que abre la cadena —dice mostrando una llave que cuelga de un fino cordel de cuero—. Te pediré que me ofrezcas quince minutos de tu tiempo y tienes mi palabra de que entonces la llave será tuya para que te marches por esa puerta —añade pasando el cordel por su cabeza y acercándose a mí. Otro objeto que no reconozco se esconde en su mano derecha.
Katya se sitúa a poco más de un metro de donde yo estoy, rodea la mesa y coloca el objeto sobre el sofá. Se trata de un reloj como los que se utilizan en las cocinas para calcular el tiempo de cocción de la pasta o el arroz. Se pone a manipularlo, y puedo escuchar el característico sonido de un reloj al darle cuerda. Un instante después, el de un contador al ponerse en marcha.
Se vuelve dejando a la vista el reloj con el minutero marcando el número quince y el segundero iniciando una rápida trayectoria circular.
—¿Qué, trato hecho? —pregunta con una petulante sonrisa de satisfacción en la cara.
No respondo, pero hasta yo lo interpreto como un sí. No me sobran las alternativas.
—Pues empecemos —concluye acercándose a mí—. Estírate en la mesa de nuevo. Quiero ver tu cuerpo recostado como estabas antes. Los brazos encima de la cabeza y las piernas levantadas y bien abiertas.
No me muevo. Permanezco en la misma posición. Sentada en la mesa con las piernas acurrucadas contra el pecho y las manos alrededor de ellas. Las cadenas se pierden a mis lados en dirección a mi espalda.
Katya espera unos segundos y, al ver mi inmovilidad, se limita a girarse, coge el reloj e interrumpe la cuenta atrás. Rodea la mesa y lo deja en el suelo, a mi lado, de forma que quede bien visible.
—Verás, cariño. Lo que no puedo permitirme es desperdiciar los pocos minutos que te he pedido, así que no empezaremos a contar hasta que empieces a obedecerme.
No se me escapa el especial hincapié que pone en el término obedecerme. No hay nada casual en él. Entiendo que lo que le pone es el rollo dominación y todo eso. Algo que apenas conozco de oídas, pero que no me atrae en absoluto. A pesar de todo, consciente de que si no me muevo aquello amenaza con no progresar en ningún sentido, accedo a recostarme ligeramente.
—Eso está mejor —dice Katya con tono condescendiente. Vuelve a poner el reloj en su posición inicial y a accionar la cuenta atrás. Carlos se levanta y se acerca a la mesa—. Ahora —añade Katya—, los brazos; estíralos hacia atrás.
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