Mi primera experiencia Sado 2-3

Por
Enviado el , clasificado en Adultos / eróticos
780 visitas

Marcar como relato favorito

Vacilante, como un animal que se presta voluntariamente a su sacrificio, estiro los brazos, hasta que quedan por encima de mi cabeza.

Un tintinear de cadenas delata a Carlos mientras las manipula, limitando su recorrido de algún modo.

Busco el reloj para constatar que apenas han transcurrido treinta segundos.

Katya se dirige al maletín. La sigo con la mirada con preocupación que, de inmediato, se torna en pánico al verla regresar con una fusta en la mano.

Se acerca a la mesa y empieza a rodearla, golpeando juguetona su mano con la fusta y observándome mientras la sigo aterrada con la mirada.

Acerca la fusta y empieza a acariciarme con ella la cara, desciende por la barbilla y el cuello, y recorre a continuación mis pechos, en los que se entretiene unos segundos. Juguetea un poco con los pezones, mientras yo siento como el vello de los brazos se me eriza, anticipando mi imaginación lo que será sentir un fustazo en esa sensible parte de mi anatomía.

Por suerte, no parece ser por ahora esa su intención, y la fusta sigue su recorrido hasta detenerse en mis piernas, a las que dedica unos golpecitos como si reclamara su atención.

—Te he pedido que abras las piernas.

El tono de su voz ha cambiado. Ya no hay rastro de su habitual sonrisa. Me está dando una orden y advirtiendo de lo que pasará en caso de no acceder a su petición.

Las ganas de sexo las tiene solo ella, así que abrirme de piernas no es, para nada, mi primera opción.

Antes de que pueda acabar de sopesar opciones un latigazo, precedido de un zumbido, golpea con rabia mi pecho izquierdo, en la parte superior.

Un respingo y un grito ahogado son mi sorprendida respuesta, seguidos de una mirada con la que intento fulminar a Katya.

Tiemblo de rabia, y puedo escuchar como rechinan mis dientes.

Ella recupera su sonrisa, hace un gesto a Carlos, y veo como aparece a mi lado, se arrodilla junto a mí, y empieza a lamer la zona de mi piel castigada por la fusta.

Katya rodea la mesa, se coloca ahora en mi lado derecho y vuelve a pedirme que me abra de piernas.

Pero yo estoy furiosa. La atravieso con la mirada y estiro de las cadenas como respuesta.

La fusta vuelve a cortar el aire y un latigazo marca la parte superior de mi pecho derecho.

Esta vez no hay sorpresa, y el castigo lacerante ya es conocido, de modo que lo aguanto sin dar apenas muestras de dolor. Le regalo otra mirada de odio.

Ella me ignora y vuelve a acariciar mi cuerpo con la fusta. Acaricia mis axilas, mi vientre y mis pezones, y mi mente capta el mensaje de lo que sus caricias en esas sensibles partes de mi cuerpo sugieren. Puedo sentir en mi imaginación sin haberlos recibido los castigos infringidos en axilas, pezones y vientre, y un escalofrío me recorre.

—Separa-las-piernas —vuelve a ordenar, la voz imperativa y autoritaria, cada palabra un mandato.

Siento un nudo en el estómago y una voz en mi interior. El nudo me advierte que lo estoy a punto de pasar realmente mal, pero la voz me dice que, a pesar de todo, no me deje doblegar por esa zorra degenerada.

Aprieto con fuerza ojos y piernas, y dos zumbidos anticipan el castigo de las partes más sensibles de mis pechos.

No puedo reprimir un gemido y, tras unos segundos, necesarios para sosegar mi acelerada respiración, incorporo cuanto puedo la cabeza para apreciar el daño infringido.

Los latigazos, aunque han sido contenidos, han provocado que la areola de mis pechos se aprecie enrojecida, y los pezones han respondido al azote inflándose y poniéndose duros y empinados.

Carlos, solicito, se acerca a ambos y los lame amorosamente aliviándolos.

Entre la rabia y el dolor acuden a mi mente el recuerdo de los manuales de interrogatorio, que se basan en la alternancia de castigo y recompensa, y entiendo que Katya y Carlos actúan de un modo similar.

Instintivamente, mis rodillas se separan levemente, pero de inmediato las vuelvo a juntar. Un sonido llama mi atención, y vuelvo la cabeza hacia donde el reloj indica que ya han pasado casi cuatro minutos.

Vuelvo a mirar a Katya, que apunta ahora con la fusta hacia el vello que cubre mi desnudo monte de Venus. La pieza de cuero que corona la fusta trata de abrirse paso entre mis piernas y siento su contacto en mis labios mayores tratando de alcanzar el clítoris. Cierro con más fuerza las piernas, pero no consigo evitar por completo su intromisión.

Tras unos segundos, no obstante, Katya ceja en su empeño y opta por castigar con suavidad la parte superior expuesta de mis labios vaginales con una serie de golpes suaves que no puedo evitar reconocer que consiguen estimular mi clítoris.

—¿Vas a abrir las piernas ya o voy a tener que seguir castigándote? —dice con voz severa mientras repiquetea juguetona con la fusta.

Yo vuelvo a responder poniendo mis piernas en tensión y levanto ahora las rodillas, tratando de proteger la zona objeto de su castigo, pero entonces aprovecha para golpearme por debajo, en los labios vaginales expuestos, y me obliga a bajar nuevamente las piernas. Entonces ella vuelve a golpear mi clítoris obligándome a levantar las piernas de nuevo, para aprovechar mi gesto y golpearme por debajo, y así sucesivamente.

Cierro instintivamente los ojos y me obligo a sobrellevar la tormenta de golpes sin exteriorizar ningún tipo de emoción. No resulta difícil, pues no es precisamente doloroso, pero me pregunto hasta cuándo podré hacerlo, pues ella no parece dispuesta a parar. Resulta más una cuestión de orgullo y de amor propio que de resistencia, y me niego a ser la primera en ceder.

Pero el juego se prolonga y Katya extiende las áreas de castigo. Alterna los golpes en otras partes sensibles de mi cuerpo como los pezones o las axilas, y en la oscuridad en la que me he sumido no puedo prever dónde será el próximo golpe. Lo único que puedo hacer es soportar con el mayor estoicismo posible y contorsionarme y revolverme de forma instintiva, hasta donde me permiten mis ataduras, para amortiguar en lo posible el impacto de sus golpes.

No obstante, lo peor es saber que con mi resistencia no hago más que seguirle el juego, y a pesar de ser consciente de lo inútil de mi oposición, me niego a claudicar. Aún más que eso, el oponerme y resistirme pasa a convertirse una acción instintiva, más que guiada por una voluntad consciente. Una voz lejana me previene que mis vanos intentos de evasión, mi parodia de resistencia traducida en reacciones instintivas, como si cada golpe accionara un resorte de mi cuerpo, no responde a la necesidad primaria de escapar de ellos.

En realidad, su castigo no resulta excesivamente severo. Con mi resistencia pretendo, simplemente, ofrecer algún tipo de oposición, aunque estrictamente no me importe que me golpee como lo está haciendo. El castigo, en particular, salvando el hecho de la humillación que supone toda la situación, me tengo que reconocer que dista mucho de ser una tortura ni nada similar.


¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales

Denunciar relato

Comentarios

COMENTAR

(No se hará publico)
Seguridad:
Indica el resultado correcto

Por favor, se respetuoso con tus comentarios, no insultes ni agravies.

Buscador

ElevoPress - Servicio de mantenimiento WordPress Zapatos para bebés, niños y niñas con grandes descuentos

Síguenos en:

Facebook Twitter RSS feed