Mi primera experiencia Sado 3-3

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Pasan los minutos, el castigo se sucede, y ya he perdido la noción del tiempo y la cantidad de golpes recibidos. Tengo la impresión de que el festival de fustazos aleatorios no ha dejado indemne ni un centímetro de mi cuerpo y me doy cuenta de que la sesión me está dejando exhausta.

Y, sin previo aviso, la fusta se detiene y vuelve a concederme unos segundos para reflexionar. Recupero el aliento agotada por el esfuerzo.

Camina a mi alrededor de forma que, según cómo, desaparece de mi campo de visión. Oigo el repiquetear de la fusta contra su mano mientras pasea.

—Estás siendo una chica muy tozuda —dice con voz airada—. Alguien tiene que enseñarte a obedecer y me voy a encargar de hacerlo con mucho gusto.

Y yo empiezo a disfrutar con su enfado.

Creo oír de nuevo la voz lejana que me advierte que no ceda a la tentación de alegrarme por ello, pues de este modo estaría metiéndome en el papel, que me estaría dejando arrastrar a su fantasía, pero queda ahogada por el zumbido de la fusta y su voz furiosa. Y vuelvo a brincar hasta donde me permiten mis cadenas. Ha sido un golpe con saña y mi carne enrojecida clama exigiendo venganza, pero mi razón perturbada empieza a considerarse resarcida percibiendo la ira y la impotencia de mi atormentador.

Y dos zumbidos preceden a la mordedura de dos latigazos más. Iguales que el anterior. Y Katya grita furiosa exigiendo que abra las piernas, y yo las cierro aún con más fuerza aumentando su frustración. Y me golpea de nuevo, ahora en una axila, a lo que respondo de forma instintiva encogiendo mi cuerpo, intentando protegerme, pero sin concesión a sus deseos, para mi satisfacción y su desesperación.

Y es tal el placer de sentir su rabia y su frustración, y empieza a ser tal el trastorno de mi mente azotada y dolorida, que sin saber cómo, llego al punto de encontrar tal goce en lo primero que llego al punto de desear lleguen los golpes para hacerla enloquecer de furor.

Y ella se aviene a conceder mi deseo.

Y entramos en una fase nueva en la que, de forma rápida y fugaz, descarga una sucesión de golpes rápidos e intensos que recibo con sorpresa. Intento en vano protegerme como puedo, pero sin conseguir evitar que se me escapen los primeros gemidos.

Cierro los ojos.

Me castiga en la otra axila y salto como un muelle encogiéndome hacia ese lado. Me golpea en la vagina y reacciono alzando mis piernas a modo de protección. Me golpea en los labios vaginales, que he dejado a la vista y expuestos, y mis piernas vuelven a bajar dejando expuesta de nuevo la parte superior de mi intimidad. Me golpea en las axilas, me golpea en los pechos, me golpea en el clítoris, y de repente ya los golpes se confunden, ya no sé dónde he recibido el último latigazo mientras me encojo a un costado, luego al otro, cierro las piernas, las subo, las bajo…

Y pierdo la noción del tiempo. Me siento agotada por el esfuerzo y el castigo. Mi corazón bombea como un loco y me falta el aliento sofocado por interminables gemidos y jadeos.

Y, de repente, cuando ya hace un rato que he dejado de huir de sus golpes, los fustazos poco a poco van menguando en intensidad hasta que se detienen.

Permanezco tensa como una cuerda de guitarra. Oigo los latidos de mi corazón. Consigo con dificultad recuperar el control de mi respiración, pero no oso abrir los ojos. En mi mente solo hay cabida para el instinto que prepara mi cuerpo para soportar el dolor del próximo golpe de la fusta.

Que espero con una cierta… expectación.

Pero el golpe no llega.

Con las sienes palpitando y todos mis sentidos en tensión toda mi atención se centra en el mudo susurro de los pies de Katya caminando sobre la moqueta.

Y el golpe no llega.

Por fin, siento un leve contacto en mi rodilla derecha que reconozco de inmediato.

La tapeta de cuero de la fusta ejerciendo una insignificante presión hacia abajo.

Guiada por esa insinuación mi rodilla desciende progresivamente hasta formar un ángulo de treinta grados con la mesa. Seguidamente, siento la misma invitación en mi rodilla izquierda, que del mismo modo reacciona deslizándose hasta colocarse en idéntica posición.

Y en esa posición permanezco varios segundos.

Desde la negrura en la que estoy sumida de nuevo, mi mente no puede más que seguir expectante el amortiguado sonido de los pasos de Katya por la habitación. La oigo alejarse y la oigo volver acompañada de un sonido tintineante. Por fin, se detiene a mis pies, y siento el contacto de unas tobilleras de cuero que rodean primero uno de mis tobillos y luego el otro. A continuación, una mano alza mi pie y lo separa de mi cuerpo, dejándolo apoyado, plano, sobre la mesa. El sonido de una cadena me hace presumir que está siendo fijada por la parte de abajo de uno de los útiles orificios que la rodean. Por último, Katya, supongo, repite la operación con mi pierna izquierda.

Puedo sentir la resistencia que ofrecen las cadenas al tratar de mover los pies, y aún con los ojos cerrados me resulta fácil visualizar mi posición. Asimilando la mesa a un reloj me encuentro tumbada exactamente en su centro, con mis manos y sus cadenas apuntando a las doce, la cadena de una pierna amarrada entre las cuatro y las cinco, y la otra pierna entre las siete y las ocho. Una perfecta víctima propiciatoria dispuesta para el sacrificio.

Como para deleitarse con su triunfo, Katya celebra la situación acariciando la parte interior de mis muslos con la fusta y, seguidamente, procede a infringir una sesión especial de castigo a mi entrepierna ahora, por fin, totalmente expuesta. El golpeteo va de menos a más, incrementándose poco a poco de forma continua, y alargándose en el tiempo de forma difícil de calcular. Yo alzo mi pubis inconscientemente, y aun en ese momento de turbación tengo la lucidez de reparar en que no tengo claro si mi gesto responde a una forma de protesta o si se trata de una actitud de reclamo, pues soy plenamente consciente de que estoy excitada como una perra en celo.

Del mismo modo que incrementó la intensidad de los golpes, sin previo aviso empiezan a suavizarse, hasta que se convierten en un suave masajeo de mis labios vaginales. Puedo sentir como la fusta desliza con suma facilidad por su superficie en su movimiento circular, y presumo se debe a que mi cuerpo ha respondido segregando con generosidad abundantes flujos vaginales.

A la fusta la substituyen los dedos de Katya, que, de inmediato, confirma con sorna mis suposiciones.

—Cariño, esto está empapadísimo —dice con crueldad—. Casi me parece que no voy a necesitar utilizar lubricante. —Y siento como su cuerpo se cierne sobre mí para besarme en la boca.

Abro los ojos por fin y respondo a su beso en silencio.


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