Abstinencia
Era domingo y se despertó muy temprano porque a los domingos había que darles un sentido. Había que atajarlos para que no fuesen ellos a amarrarte con sus lazos de secreta melancolía. Miró hacia la mesita de noche y pasó revista: la cartera, el reloj, los espejuelos, las llaves de casa, el teléfono y los cigarros. En ese momento, un deseo le atravesó la mente como fuese el vuelo de un pájaro exótico, entonces se dijo: lo tengo que dejar. Una inquieta excitación lo invadió. Mientras desayunaba planeaba el ataque a la jornada. Decidió ir en bicicleta al mar. Una visita a la playa, nada de turístico. Iría solo hasta aquella frontera de espuma para darle caza a las horas. Pero quería poner a prueba su voluntad. Ese día lo “dejaría”. Terminó de desayunar y mientras calzaba los tenis lanzó una mirada a la mesita de noche repitiendo: lo dejo. Se miró al espejo para controlar si los cabellos tenían un cierto orden y se tanteó los bolsillos. Partió en su bicicleta sintiendo el dulce silencio de los domingos en la mañana temprano. El sol era blando. El desafío que había lanzado a sí mismo le rondaba constante en la cabeza. Pedaleaba y se sentía como desarmado, vagamente extraviado, consciente del motivo: un bolsillo vacío. Las calles estaban casi desiertas. Intuía dentro de las casas cerradas las sobras del sábado, sentía el silencio atemporal que flota en los hogares después del tripudio de la noche del sábado. La mañana era perezosa. Girar en tal soledad matutina le hacía sentir lejano de la multitud y al mismo tiempo establecía una tácita complicidad con las pocas personas que encontraba a pie o en bicicleta. Con el transcurso del tiempo le pesaba siempre más el bolsillo vacío. El mar estaba cerca. Su olfato, sediento de sal marino, lo había sentido. El sol temblaba con vigor entre las ramas de los árboles como si se entretuviese a deshojar la luz. Dejó la bicicleta en el parqueo de una cafetería. Se quitó los tenis, hundió los pies en la arena y sintió un contacto amable, algo así como una mano amiga. Entró al agua, una gaviota planeó cerca de él, la luz del sol brillaba sobre la superficie, el cielo azul se desparramaba hasta el horizonte. El agua ligeramente fría le dio una sensación de libertad.
Estaba doblegando el domingo. Lo iba a meter en el saco. Salió y se sentó en la tibia arena. Lo había dejado sobre la mesita de noche, inerte, abandonado: el teléfono. Miró sus manos vacías, sin el celular y se sintió mejor. Encendió un cigarro y pensó: “y a éste quién lo deja, quizás sea él quien me deje”. Y después de ese pensamiento siguieron otros más banales mientras las gaviotas seguían planeando y la brisa marina inconscientemente lo transportaba a lejanos abismos. Sin el teléfono todo estaba más vacío y silencioso, se sentía más solitario, pero esa soledad no le sabía mal. Había herido el domingo a muerte, solo debía esperar el crepúsculo para verlo desangrarse.
AMR.
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