CUENTOS BREVES (del manual de la masturbación)

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                      CUENTOS BREVES
             (del manual de la masturbación)

 

                                    (9)

                       IRREPRIMIBLE

 

Fue como una invasión silenciosa, pero irrefrenable. Sobrevino de una manera banal. Me acordé de una tarde en el cine. Fuimos a ver una reposición de una famosísima película de Bertolucci. Nos pusimos en las butacas traseras con las manos entrelazadas. Ken empezó por abrazarme por los hombros y siguió acariciándome el cabello; luego nos besamos. Sus labios eran tibios y húmedos. Yo le fui introduciendo la lengua y lamiéndole el paladar. Él enroscó la suya en la mía y ambos estábamos muy cachondos. Llevó mi mano a su entrepierna; tenía una gran erección. Su polla estaba durísima. Noté su mano entrando por mi blusa y aprisionando mi pezón; atravesó el sujetador y lo elevó. Sus dedos iban de una a otra teta, apretando los pezones, que estaban completamente duros. Sentí mi sexo humedecerse. Le abrí la bragueta y lo empecé y a masturbar en la oscuridad de la sala. Fue muy rápido; Ken se fue con golpes de su verga ardiente. Llenó mi mano de leche espesa y mojó todo su calzoncillo, los pelos de su vello rizado y sus huevos. Yo podía oler la esencia del semen. Luego, me masturbé hasta correrme. Al terminar la película, fuimos al aseo. El pantalón de Ken mostraba una mancha redonda hasta el muslo derecho. Salimos del cine y me acompañó a casa. Así terminó la tarde de cine de una película con trasfondo de París.

De esta manera, al evocar la tarde, la intensa erección, la corrida de Ken y mi propio orgasmo, había alcanzado tal punto de excitación que estaba muy caliente.

Patrick, mi hermano pequeño, estaba frente a mí en el jardín. Tomábamos el sol de julio. Él llevaba un sombrero de paja y un short caqui. Yo estaba con una camiseta sin mangas y una faldita de lino gris. La mañana transcurría lánguida hasta que recreé la tarde de sexo con Ken.
El deseo me invadió irreprimible. Me deslicé ligeramente en el sillón, junté mis piernas y apreté mis muslos con naturalidad y disimulo. Miré a Patrick, cuyos ojos estaban cerrados. El sol iluminaba sus párpados.

Con un movimiento casi imperceptible de mis caderas, fui apretando y soltando los pliegues alrededor de mi almejita caliente. Sabía cómo hacerlo para que nadie se percatase; lo había hecho decenas de veces desde los cursos superiores y la Universidad.

Los muslos y las caderas se acompasaron rítmica y lentamente, muy lentamente, haciendo círculos que movían mi clítoris. Estaba muy mojada. Los muslos acariciaban el goloso caramelito entre los labios de mi famélico coño. Volví a echar un vistazo a mi hermano, que seguía imperturbable e inmóvil, con los brazos reposando en cada uno de los reposabrazos del sillón de madera.

Estaba alcanzado el clímax. Me costaba reprimir los jadeos y sentía el flujo manando en el tejido de mis braguitas. Con un gesto de apariencia casual me toque de pasada los pezones tiesos y bien marcados bajo la camiseta de tirantes...

Ya no pude más, el fuego vaginal se desparramó. Abrí los labios para exhalar el aire; mi corazón cabalgaba y tú e que enutur una tisecila para evitar gemir ante la oleada irreprimible de placer.

Apreté mis muslos y sentí los espasmos de mi conejito satisfecho y chorreante. Contuve el rugido de la ola de placer y pico a poco fui notando como en mi pecho se recuperaba el ritmo y la respiración volvía a la normalidad.

Tragué la saliva acumulada en la boca y me respaldé de nuevo en el sillón de jardín. Miré a mi hermano. Parecía dormido. Ajusté mi falda y de forja aparentemente descuidada metí la mano y palpé la braguita completamente mojada.

Me dominó una dulce somnolencia. Cuando mis ojos se iban cerrando se posaron en la entrepierna de Patrick y me sobresalté... vi que un gran bulto sobresalía en el pantalón: estaba completamente empalmado.


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