La novicia que no llegó a profesar al probarme (1ª parte)

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En 1992 todavía existía la mili. Las únicas formas de librarte de ella eran: hacerte insumiso y pasarte una buena temporada a la sombra, como un vulgar delincuente; hacerte objetor de conciencia y trabajar gratis para una ONG católica como la Cruz Roja, mientras observas los coches de alta gama que manejan sus directivos; o alegar una enfermedad que te excluya del servicio militar. Esta última opción fue la mía.

Tuve que ir a Madrid a un hospital militar a hacerme unas pruebas médicas. Estuve allí ingresado 15 días. Coincidió con las Navidades y en la capilla del hospital había un grupo de novicias dirigidas por una monja. Estaban ensayando unos villancicos para la gran misa del 23 de diciembre en la que asistirían casi todos los médicos y médicas militares, vestidos de gala.

Cada vez que bajaba de planta a otro lugar del hospital para hacerme alguna prueba, como me quedaba de camino la capilla, pues entraba a observar los ensayos.

Había una novicia, a la que llamaremos Ángeles para no violentar su intimidad, que se sonrojaba y bajaba la vista al suelo cada vez que yo le decía algo. Era muy hermosa y muy cándida.

La directora me comentó que harían el concierto a capela, pues la organista que tenía que llegar para el día señalado al final no podría venir. Yo al ser músico, no lo pensé dos veces y me ofrecí para tocar la guitarra y hacer más ameno el recital.

Yo, un punk, ateo y ácrata, tocando con unas monjitas en un concierto navideño en un hospital militar. ¡Quién me lo iba a decir! Pero es que tiran más dos tetas que dos carretas y para pasar más tiempo al lado de Ángeles, los ensayos eran la excusa perfecta.

Los caminos de Lucifer son inescrutables y si para pervertir y descarriar a una futura esposa del Señor había que fingir ser católico, monárquico y amante de la vida castrense, pues se fingía. Pensar que le iba a asir una esposa al polígamo de Dios, me causaba una gran satisfacción y mucho morbo.

En la planta del hospital dedicada a los soldados había poco que rascar. Se podía intentar algo con una médica muy despótica que no hacía más que decirme:

–Tú no te libras de la mili. Por mis santos ovarios que te vas a tragar los 9 meses de servicio militar. Ya me encargaré yo de que en el Tribunal Militar echen para atrás tu solicitud y estas pruebas médicas que estás haciendo.

Daba un buen perfil para dómina esta facultativa. Pero me centré más en desflorar a mi novicia virginal.

En uno de los ensayos le escribí una nota a Ángeles para dársela en un momento en el que pillara despistada a la monja directora y a sus compañeras. No era fácil, pues había dos novicias que eran muy chafarderas y chismosas y si hacías algo que levantara una mínima sospecha podía montarse una buena en aquel hospital de mojigatos y pacatos.

En la nota puse algo similar a esto:

“Mi querida Ángeles. Me gustaría verte a solas esta tarde para poder charlar tranquilos. ¿Qué tal en la sala de estar de la planta 12 a las 17 h? Si no te va bien elige lugar y hora y me lo escribes en una nota. Me la entregas mañana”.

Ángeles pidió permiso para ir al lavabo (seguro que como excusa para poder leer la nota), y cuando volvió, me hizo un gesto de asentimiento.

Después de almorzar me eché en la cama para descansar un poco. La habitación la compartía con cinco soldados más. Uno de ellos estaba bastante pachucho y a veces lo ayudaba en algunas faenas, ya que las enfermeras estaban desbordadas.

Mucha intimidad en la habitación para masturbarme, la verdad es que no había.

Pasé con ansiedad el resto del tiempo que quedaba para encontrarme con mi monjita.

Por fin llegaron las 16:45 h y me fui arreglando un poco (dentro de los márgenes que te permite el tener que estar todo el día en pijama), para ir veloz a mi encuentro amoroso.

Llego a la salita de estar de la planta 12 y me la encuentro allí. Ya me estaba esperando la pobre. Se me acerca y me dice entre susurros:

–En el hospital no hay rincón en el que no me conozcan. Aquí corro un gran peligro. No me hables y sígueme a unos metros de distancia.

Le hice caso y con disimulo le seguía los pasos.

Ángeles llamó a un ascensor. Al entrar, aprovechando que estábamos solos le di un beso en la mejilla. Después un pico en los labios, y al ver que se dejaba, me lancé a darle un morreo de película de Hollywood.

Cuando el ascensor se paraba en una planta, nos separábamos y guardábamos la compostura. A veces entraba alguien que la conocía. Se saludaban y tenían una pequeña charla. Otras veces entraba gente desconocida, visitas de pacientes, y le hacían una reverencia y le besaban la mano. Cuando volvimos a quedar solos, otra vez nos abrazamos y besamos con locura.

Besar, acariciar y sobar el cuerpo de una chica vestida de novicia en aquella situación tan arriesgada me estaba poniendo a mil. Pero no solo a mí. Ángeles respiraba de forma entrecortada y con inspiraciones profundas.

Cuando por fin llegamos a la planta deseada por ella, nos dirigimos a unos vestuarios que solo se usan por las mañanas, pues las taquillas estaban reservadas para las estudiantes de enfermería en prácticas y estas se iban a las 15 h. ¡Teníamos todo el vestuario para nosotros solos!

Sin muchos preámbulos, pues Ángeles estaba tan cachonda como yo, comenzamos a quitarnos la ropa. Yo no hacía más que besarla y lamerle las orejitas. Fui bajando por el cuello y sus pezones. Después el ombligo. Ella entre gemidos decía:

–¡Lo que me estaba perdiendo! Iba a renunciar a los placeres de la vida por una existencia monacal insulsa! ¡Qué locura! Me has abierto los ojos, Jonathan. Mañana mismo cuelgo los hábitos.

Yo, después de muchos esfuerzos, la convencí para que esperara por lo menos hasta pasar las Navidades.

–Yo accedí a tocar villancicos en la misa porque me prendí de ti, si no, ni loco me tragaba tantas horas de ensayo. Si te vas mañana, yo qué hago.

–Pero eso sería muy hipócrita e inmoral. Seguir como si nada pasara y vestida de monja después de lo que está ocurriendo –me dijo la muy ingenua.

–Ángeles. La hipocresía, la doble moral y el cinismo son la salsa, el picante que le da a la vida ese morbo especial que nos inflama la libido. El amor y el sexo serían muy sosos y aburridos si no se les echara una pizca de algún ingrediente prohibido –le comento.

Ella se dejó guiar por mí al descubrir que soy un gran maestro de la depravación moral y de la perversión sexual, y me besa con sus labios inexpertos dejándome todo el rostro lleno de babas.


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