Ramas poderosas, sacerdotisas astrales, ¿qué serían los troncos sin el majestuoso baile de vuestros brazos, hoy vacíos pero en el cercano mañana cubiertas de ropajes maravillosos, de vestidos naturales; las benditas telas de nuestra madre naturaleza?
Os elevais por encima de la mezquindad del pensamiento humano, de las inquinas, las cobardes cajas de caudales, las incoherencias de querer una inmortalidad material que sólo vosotras, ramas desnudas, pero siempre paridoras de retoños alados que cantan a la energía solar, al fresco viento, al llanto peculiar de las nubes. ¡Ah, hermanas! ¡Ramas que en la helada meseta tenéis la ventura de verla, de escuchar el rumor de sus pequeños pasos, de oler sus cabellos entreverados de lana, de ver su aliento dispersándose por los senderos del parque amanecido! ¡Os detesto, envidio vuestros ojos como ocelos permanentes, os celo!
De ella, ramas, también brotan alas de mariposas, y sueños, y fantasías, y ardientes abrazos y besos que encadenan mi alma austera. Sacerdotisa de la casualidad perpetua, quiero ser la savia de tu tronco, el vestido que se descorteza sobre la generosa longitud de tu alma, los zarcillos de tus raíces peregrinas. Tuyo aquí, donde el aroma del salitre, el espumeante oleaje, las mañanas sin escarcha, quisiera ofrendarte entre un fraterno abrazo tierno y una mirada hipnotizada por las flores de tu alma.
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