Un párroco blasfemo, sacrílego y muy lascivo (1ª parte)
Por El Manso Embravecido
Enviado el 23/01/2025, clasificado en Adultos / eróticos
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En mi juventud era raro que en mi círculo más íntimo de amistades hubiera personas que no compartiesen mis inquietudes políticas, filosóficas, gustos musicales, etc.
Rompía la norma un colega, al que conocía desde la infancia, que aunque era todo lo contrario a mí, manteníamos el contacto.
Juan, que así se llama el colega, no era parte de mis pandillas de juerga de los findes, ya que no era trasnochador. Nuestros encuentros eran más de tardeo y terraceo.
Él es un ferviente católico y conservador en política. Yo soy todo lo contrario. Soy materialista filosófico, o sea ateo, y muy progresista en política.
Con Juan suelo entablar largos debates, charlas muy placenteras. Mantenemos la conversación dentro del respeto y la cordialidad.
Él para darle más consistencia a sus argumentos recurre a citas de San Agustín, Tomás de Aquino y René Descartes. Yo para rebatirlo, realzo mis argumentos con citas de Jean Meslier, Barón de Holbach y Friedrich Nietzsche, entre otros.
Juan disfruta mucho con nuestras discusiones porque le dan la oportunidad de expresar sus pensamientos y desarrollarlos, aunque sea con alguien que no los comparta. La mayoría de sus colegas universitarios no están muy interesados en la filosofía o la teología y enseguida le ponen excusas para no tener que aguantarle la chapa. Por mi parte, agradezco el tener un conversador enfrente que no repita lo mismo que yo, que difiera, porque eso me estimula a exprimirme más la sesera y a buscar buenos argumentos con los que intentar rebatirlo.
Él compaginaba los estudios con el cargo de sacristán en una parroquia. También hacía las labores de jardinería y recadero en la casa parroquial donde vivía el nuevo sacerdote. Este era un hombre de unos 40 años, casi obeso y con una alopecia incipiente. Vino a sustituir a don Genaro, el cura de toda la vida, que por fin decidió retirarse a la edad de 82 años.
El nuevo sacerdote, que se llamaba don Antonio, solo estaría de forma interina, mientras no mandaran al que se quedaría de forma definitiva.
Juan, una tarde de las que reservábamos para nuestras divagaciones filosóficas, de repente, cambió de tema para hacerme partícipe de sus malas impresiones respecto al nuevo sacerdote. Los escasos tres meses que don Antonio llevaba ya en la parroquia le estaban dejando a Juan una sensación de fuerte decepción.
Os transcribo, de boca del propio Juan, la confidencia que me hizo hace ya mucho tiempo y que yo comparto encantado con vosotros.
Pues, Jonathan, escucha. Un día que estaba por los jardines de la iglesia, cerca del cementerio, llegó una mujer de estas que van de señoronas, con sus abrigos de visón. Tenía unos 50 años. Me pregunta por don Antonio. Le digo que está en la sacristía haciendo unas gestiones. La mujer se dirige al lugar. Unos minutos más tarde sale don Antonio y me dice:
–Voy a confesar a doña Eulalia. No nos molestes en todo ese tiempo.
–Muy bien. Yo seguiré con la poda –le contesto.
Después de terminar de podar las enredaderas empecé a cortar el césped.
El caso es que llevaba casi media hora inmerso en mis faenas cuando me percato de que doña Eulalia todavía no había abandonado la iglesia. Era mucho tiempo para una confesión. Así que, decido entrar en la iglesia, de forma sigilosa, porque la intuición me decía que algo raro estaba pasando. Observo que la puerta de la sacristía está cerrada. Me tomo la licencia de pegar la oreja en dicha puerta. Se oyen unos cantos gregorianos que salen de una minicadena. Pero lo escandaloso es que por debajo de estos cantos se escuchaban, no sin cierta dificultad, unos gemidos y jadeos de fondo. Decido salir de la iglesia a paso ligero por miedo a ser pillado y vuelvo al trabajo.
Al cabo de unos 10 minutos veo salir a doña Eulalia de la iglesia, algo acalorada y despeinada. Se iba colocando bien el abrigo y se despide con un “Adiós, mozo”.
A partir de ese momento me empiezo a dar cuenta de que estoy sirviendo a un cura que rompía el molde de los que había conocido anteriormente. Pero el asombro no había llegado a su culmen.
Un domingo en una homilía no se le ocurre mejor idea que elogiar al Papa Alejandro VI y al Marqués de Sade. La mayoría de los feligreses son de escasa o nula educación y no sabían nada de la trayectoria de estos dos personajes históricos. Solo se quedaron con el dato de que eran un Papa y un Marqués y eso les sirvió para no tener que indagar más. Pero yo, que sí conocía sus biografías y obras, me horroricé de que un párroco los mencionase y halagase desde el púlpito.
Don Antonio tenía unas reuniones los martes y viernes de 20 h a 23 h, en la casa parroquial, con la directora de todos los catequistas de la comarca y con la presidenta de la Asociación de Amas de Casa Católicas. Decía que eran para planificar las actividades pastorales. A esas horas ya no estaba el servicio, que suele plegar a las 19 h.
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