27 de enero 1945_La Compañía (1)

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 -I-

Esa mañana todos nos apretujábamos pretendiendo ser el primero de la fila. El tren estaba presto a partir y los pocos asientos que quedaran libres iban a ser disputados hasta la última gota de nuestro rancio sudor. El viaje iba a ser largo, y a más de uno los sincopados golpeteos del metal contra las traviesas nos provocarían ese pesado sopor que siempre te lleva al sueño sin apenas enterarte de que caes irremediablemente en sus brazos, y desde luego no era muy confortable caer en ese estado manteniéndote en pie, en medio del estrecho pasillo de un vagón de pasajeros atestado de sucios soldados cubiertos de mugre hasta las cejas.

El capitán Von Västen nos gritaba de muy mala gana apresurándonos para subir con sus torpes insultos, pero su empeño era casi inútil; nuestra lacerada carne de cañón apenas contaba con las fuerzas necesarias para cumplir de inmediato sus alocadas órdenes. El intenso frío de Stalingrado, nuestro uniforme de invierno, el incómodo casco y nuestras armas eran otro obstáculo más que nos impedía movernos con la soltura necesaria, y todos sentíamos remedar con nuestros lentos movimientos a un enorme gusano de mil patas que se entorpecían unas a otras sin orden ni concierto, como pretendiendo zancadillearse entre sí por vete a saber qué juegos vengativos.

-¡Vamos, inútiles! -gritaba enfurecido el herr kapitän mientras se fajaba repartiendo puntapiés a los últimos de la fila-… ¡El tiempo apremia, hijos de puta…!

El Batallón 14º destacado en el frente ruso estaba formado por cuatro Compañías de doscientos hombres, y sin saber por qué se recibió la orden de embarcar una de ellas en ese exiguo tren con destino desconocido. Todo eran habladurías; algunos decían que nos mandaban a la frontera con España para interceptar a los espías ingleses que entraban en Francia por los Pirineos ayudados por los maquis; otros, que nos llevaban hasta la Cancillería del Reich como guardia personal del Führer, e incluso los más chistosos que aún conservaban parte de su humor aseguraban con ironía contenida que definitivamente nos habían licenciado y nos mandaban de vacaciones a Italia para disfrutar de un merecido descanso bajo el sol de sus playas acompañados de bellas señoritas pagadas por el Tercer Reich como premio por nuestras heroicas acciones de guerra. Lo cierto es que cuando pisé el primer escalón de aquel vagón sentí un tremendo escalofrío que me recorrió el cuero cabelludo hasta la mitad de la espalda; aquella desagradable sensación fue premonitoria de unos hechos que aún ahora, después de cincuenta largos años de reprimido silencio, todavía me estremecen en esta fría soledad que me rodea y ahoga hasta hacerme enloquecer.

La oscuridad de la celda es lo de menos… Me condenaron, pero no soy un criminal de guerra, sino una víctima más, un instrumento de un sistema maldito que llevó a tantos jóvenes a cometer actos atroces en nombre del imperialismo y de una falsa pureza étnica, de un nacionalismo enfermizo supurante de veneno que, una vez inoculado, jamás se llega a exudar de una sangre contaminada sin remedio por el odio y el desprecio. Sé que mi caso no importa; soy escoria y reconozco que mi cuerpo no merece otra cosa que cadenas y este aislamiento… Pero mi alma es otra cosa, sufre y clama desde hace muchos años contra el dolor injustamente provocado, contra todos aquellos actos de obcecada depravación que un Führer salido del mismo Averno, dueño inconcebible de las voluntades de un pueblo tontamente sometido y aborregado, llevó a esa generación de jóvenes e imberbes alemanes. Yo soy uno de ellos, uno de los que, sin saber por qué ni cómo, aquellos diablos convirtieron en otro sicario más del terror y cómplice obligado del sueño idílico de un maldito loco. Por eso admito mi condena, por eso la sufro justa y necesaria, por eso insisto en no olvidar cada microsegundo de dolor que me obligaron a provocar en aquéllas pobres gentes, inocentes que no tenían otro pecado que expiar que el de haber nacido hijos de unos determinados padres, descendientes a su vez de un pueblo eternamente maldito.

Recuerdo que no tuve la suerte de hacerme con uno de los pocos asientos que disponía el convoy; doscientos hombres repartidos en aquellos tres compartimentos éramos demasiados para conseguir una mínima comodidad, y a mí me tocó “enlatarme” a la entrada del pasillo, cerca de las escaleras de acceso al segundo vagón. Así es que me dispuse a administrar con egoísmo mis pocas fuerzas para mantenerme en pie entre toda aquella maloliente carne de milicia y procurar elevar mis narices lo más alto posible para no tragarme los fétidos alientos y traicioneras ventosidades de aquellos otros jóvenes desgraciados que se apretujaban a mi alrededor con la misma mala suerte y miedo que yo.

(Continúa...)


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