-II-
Todo el viaje hasta Varsovia fue un insoportable suplicio. Cuando el tren hizo su entrada en la casi arruinada estación, ninguno de los que aún nos sentíamos vivos podíamos darnos cuenta de que realmente estábamos en Polonia; no ya por el cansancio y el sueño que a todos nos invadía, sino por la intensa negrura de una noche abierta al gélido viento del norte que hacía de nuestras narices verdaderas fumarolas humeantes por las que parecían escapar esos espesos hálitos de nuestras desgraciadas vidas.
-¡Bajad, malditos…, hemos llegado…! -nos ordenó el capitán con su odiada jerga castrense- ¡Vamos, vamos, despertad escoria…, subid a los putos camiones enseguida…! –nos gritó, señalando una fila de destartalados Krupps que malamente se veían estacionados en batería en el mismo andén con sus motores en marcha. Los tubos de escape despedían un grisáceo vapor con fuerte olor a gasoil mal quemado y contribuían a crear un ambiente plomizo y exasperante.
Toda la Compañía fue subiendo a los camiones hasta que el último dio la voz de estar preparados para la marcha. Envueltos en los gruesos capotes para intentar mantener un mínimo de nuestro poco calor corporal, cuchicheábamos sobre el nuevo destino, pero ninguno acertábamos a imaginar siquiera que Belzec sería el lugar que marcaría para siempre el resto de nuestras vidas. Ninguno tendríamos más allá de los diecinueve años, y el más imberbe apenas había sobrepasado en un par de meses los dieciséis. La guerra no respeta edades ni sexos, estaba claro, pero también íbamos a comprobar una vez más, ésta vez exacerbada hasta límites insospechados, que tampoco lo hacía con los sentimientos más puros, ni con la moralidad, ni tan siquiera con las necesidades más básicas del ser humano. Prácticamente todos habíamos salido de nuestras escuelas con la intención de iniciar algún trabajo de talleres o estudios universitarios… Medicina…, ésa era la ilusión de mi padre, que estudiara medicina para poder ayudar al género humano en sus enfermedades, para investigar las posibles curas, para evitar muertes inútiles que tantas veces provocan esas malignas dolencias que, al final, en la mayoría de los casos, no eran sino simples resfriados o infecciones absurdamente complicadas por el abandono en su tratamiento o la falta de prevención de las mismas… ¡Medicina…! ¡Pobre padre mío…!
Recorrimos unos 150 Km. hasta llegar a Belzec. Habíamos salido de Varsovia a hora muy temprana, calculé que sobre las tres de la madrugada, y la entrada del convoy en lo que en principio creía que era un campamento militar se produjo alrededor de las 08:15 horas.
Fueron más de cinco horas de un fatigoso viaje por una carretera infernal en el que tan sólo paramos en tres ocasiones para hacer nuestras necesidades más imperiosas y mover algo las piernas. Rompíamos con nuestras botas la gruesa capa de hielo que convertía ambos lados de la carretera en una peligrosa pista de patinaje; los más aventurados se atrevían a internarse un poco hasta el sotobosque, pero la mayoría decidíamos proyectar desde la misma carretera nuestros entonces potentes chorros jugando a apuntar a algún que otro alejado cascajo para quitarle con su humeante calor su blanco traje de fino hielo. Cuando se trataba de palabras mayores no había más remedio que optar a salir del carril y buscarse un sitio tranquilo y recogido del intenso frío donde no correr la suerte de verte acometido por el gracioso malnacido de turno que, o bien te meaba encima, o bien te empujaba en el momento más inoportuno para hacerte caer de culo sobre tu propia deposición.
-¡Bajen todos a formar…! –oímos que nos gritaban imperiosamente los mandos-… ¡Vamos, vamos, a formar cabrones estúpidos…! -insistieron en las prisas. Parecía que se les había acabado el mundo.
(Continúa...)
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