27 de enero 1945_La Compañía (4)

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-IV-

-¡Compañía… A formar, hostias…! –gritó de nuevo Shödner, esta vez en tono más amenazador, si cabe-… ¡Malditos cabrones hijos de una puta en celo…! ¡Quiero que se enumeren de inmediato…! ¡Sargento Mayor…, ponga en orden la Compañía y rinda su informe…Ya…!

Corrimos fuera de los camiones todo lo rápido que pudimos y en apenas un minuto estuvo la Compañía en perfecta formación delante del teniente. El sargento nos vociferaba pretendiendo subir aún más el chabacano tono de Shödner, pero todos sabíamos que sus insultos iban dirigidos más bien a la galería con tal de contentar el confuso prusianismo de aquel cabrón desalmado. El frío seguía siendo muy intenso y todos esperábamos la orden de dejar la formación para retirarnos con la esperanza de entrar en calor y disfrutar un poco de descanso después de tan largo viaje. El lugar parecía tétrico y me dio la sensación de que tenía aspecto de cualquier cosa menos de campamento militar, a no ser que fuera por los Krupps y nuestra propia presencia.

Unas extrañas edificaciones se dejaban ver a unos cien metros de donde estábamos; parecían barracones y vestuarios, y me llamó mucho la atención otra construcción provista de un extraño pasillo que no supe distinguir su finalidad, aunque recuerdo que me produjo escalofríos. También me pareció ver raíles ferroviarios, una especie de estación terminal que al principio no supe discernir su verdadera función en aquel abandonado lugar.

La primera orden del teniente fue la de dividir la Compañía en cuatro pelotones de cincuenta hombres; todos eran de nacionalidad ucraniana excepto yo que, aunque nacido en Kiev, a los pocos meses me trasladé con mis padres a Potsdam, muy cerca de Berlín, donde fui alistado a la fuerza por los funcionarios del Führer para mayor gloria de su Alemania. Aún no había cumplido los diecisiete años y mis padres no pudieron hacer nada para evitarlo.

El relevo se produjo de forma rápida y sin muchas estridencias.

Aquellos soldados estaban escuálidos y demacrados; se les notaban los pómulos casi a flor de piel de sus macilentas caras y, aunque sus miradas parecían completamente perdidas, me dio la sensación de que nos observaban con profunda tristeza, como sintiendo pena por nosotros e intentando advertirnos de algo terrible a lo que habríamos de enfrentarnos tras su marcha. Eran los dos pelotones de cincuenta hombres a quienes sustituiríamos en aquel extraño campamento, diezmados por el frío, la enfermedad y la desesperanza; ni siquiera su marcha parecía alegrarles y cumplían las órdenes de sus mandos de forma mecánica y despreocupada. Parecían exhaustos, yo incluso diría que… vacíos. La higiene de sus uniformes y botas lucía por su ausencia y tampoco daba la sensación de preocuparle mucho al oficial que tenían al mando, un teniente de la SS cuyo nombre no recuerdo, rechonchete y de baja estatura, que lucía unos ridículos anteojos de vulgar oficinista ocultando unos odiosos ojillos de hiena hambrienta.

-Herr Kapitän… -se dirigió protocolariamente a nuestro mando superior, el capitán Von Västen, cuadrándose frente a él militarmente pero conservando cierto aire de prepotencia, al tiempo que le entregaba una pequeña cartera con documentación-… Le cedo el mando del campo Belzec hasta que sea relevado por un nuevo oficial de la SS… Pido su permiso para ordenar nuestra partida, señor… Le informo que podrá aposentar a sus hombres en algunas de las casas requisadas en los pueblos cercanos; las autoridades polacas tienen órdenes estrictas de atenderles en lo necesario y cumplirán sus requerimientos sin rechistar…

Aquellas palabras me extrañaron, pero tardé poco en salir de dudas y comprender su significado en cuanto pude comprobar que allí no había barracones para la soldadesca; un vulgar chamizo de madera cumplía la función de resguardar la indumentaria del pelotón de guardia, y el resto de las edificaciones parecían estar destinadas a otros menesteres muy distintos al del uso militar, aunque no supe distinguir para qué. Pude observar también que todo el campamento estaba delimitado por muros provistos de unas tétricas alambradas, quizás electrificadas, y parecía estar dividido en dos áreas bastante diferenciadas.

Vimos partir a aquellos fantasmagóricos soldados mientras el teniente Shödner nos ordenaba firmeza en la formación y soltaba otra de sus aburridas filípicas sobre el orgullo de pertenecer al ejército alemán y el honorable destino que la providencia nos había deparado. Según él, estábamos allí para vigilar el comportamiento de los presos traidores a Hitler y el aseguramiento de la sagrada pureza aria… Aquellas últimas palabras me sonaron tremendamente inquietantes, y muy pronto iba a saber por qué. El capitán notó los temblores que en ese momento se hicieron dueños de mí pero, a juzgar por el escaso interés que mostró por mi evidente desasosiego, creo que debió pensar que el frío me había hecho mella y apartó enseguida su vista de mi presencia.

Ordenó que subiéramos de nuevo a los camiones, excepto el primer pelotón que quedó allí a las órdenes del teniente; el resto nos vimos transportados a diferentes destinos más o menos cercanos al campamento, correspondiéndome a mí y a mis compañeros de pelotón una pequeña localidad al norte del emplazamiento donde fuimos acogidos junto con el Oberscharführer (sargento mayor) en algunas casas, y allí permaneceríamos hasta el momento en que nos correspondiera realizar el relevo de los que habían quedado en Belzec.

Cada pelotón se haría cargo de la guardia durante dos semanas y, teniendo en cuenta que los dos restantes fueron enviados a otro campamento mucho más alejado, dedujimos que a nosotros nos correspondería cubrir el siguiente turno de aquel crudo mes de noviembre. Mientras tanto, nuestra misión consistiría en vigilar y detectar en aquella aldea los posibles movimientos sospechosos de algunos polacos no muy “amigos” del Führer y matar el tiempo libre elucubrando entre nosotros sobre el destino del resto de los pelotones y el misterio que encerraba Belzec y su inexplicable terminal de ferrocarril.

 

(Continúa...)


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