27 de enero 1945_La Compañía (Final)
-V-
Aquella primera noche no pude conciliar el sueño. El tremendo frío y las chinches de la apestosa litera que me había tocado en suerte hicieron su trabajo a la perfección. Pero aún mucho peor era escuchar mis propios pensamientos y mis miedos. Intentaba tranquilizarme recordando las caras de mis queridos padres; mirarme reflejado en el cariño de sus ojos siempre me había producido una gratificante sensación de seguridad y bienestar; deseaba con toda mi alma que ellos estuvieran a salvo en nuestro pequeño apartamento de Potsdam. Su cercano recuerdo me produjo una profunda soledad… Al fin y al cabo yo era todavía casi un niño y la crudeza de su separación y de la guerra no tenía sentido alguno para mí, era algo muy lejano a mi entendimiento, una fiebre exasperante, un sueño horrible del que quería despertar lo antes posible y encontrarme con los profundos ojos de mi querida madre al tiempo que me tranquilizara acariciándome la cara con la fina piel de sus manos. Harto de no poder dormir, excusé al compañero su turno de guardia y también lo hice mío para apostarme frente al ventanal de la covacha que nos cobijaba y observé con nostalgia el lento caer de unos enormes copos que presagiaban la crudeza de aquella primera noche de invierno cerca de Belzec. En mi atemorizada imaginación creí escuchar los lastimeros aullidos de los lobos que debían poblar sus cercanos bosques… Y me sobrecogió el pensar que parecían mezclarse con el inmenso dolor de gritos humanos.
-VI-
No sé cómo pasó. Recuerdo que caí rendido en mi sueño para adentrarme en una inimaginable pesadilla de horrores insaciable, dolorosa y repetitiva en un bucle interminable... Todo estaba en silencio. Quizás el intenso frío en aquél sueño era más cortante que las afiladas puntas de las alambradas. La negrura de la noche ensombrecía cada recodo del recinto mientras los copos de nieve se adueñaban del entorno creando con sus fantasmales pinceles unas caprichosas figuras de suave almidón. Dos esqueléticos soldados rompían la soledad del miedo. Mientras Klaus se llevaba instintivamente ambas manos a la boca intentando mitigar inútilmente el gélido ambiente que los rodeaba, Egbert manoseaba con cariño su Lüger intentando lustrarla con el roñoso pañuelo que había soportado durante cinco inviernos los sucios humores de su apestosa nariz. Noto sus pensamientos; él nunca fue un hombre llamado a engaños. Sigue siendo algo culto y sabe que le tocó vivir un espacio/tiempo insoslayable. Por eso lo acepta sin más y ha sabido mimetizarse en ese escabroso entorno, y (qué coño, ¿por qué ocultarlo?) hasta había aprendido a disfrutarlo, esa es la verdad, y nunca se preocupó demasiado de que se le notara.
Klaus, sin embargo, siempre fue un hombre “a mandar”, poca inteligencia y mucha fuerza bruta dispuesta a descargar dolor contra todo lo que fuera necesario, hombre o animal. Por eso, su llamada a filas fue lo mismo que invitarle a cenar un enorme pavo relleno acompañado de un redondo y suculento pan de centeno. A él le ordenaban “¡A formar…!” y allí aparecía de inmediato en medio del patio, pulcro, vestido de cabeza a pies y en posición de firmes, en perfecta situación de militar revista. Es el ejemplo “vivo” de un perfecto soldado alemán. Se jura a sí mismo que no ha cambiado nada en este sentido. Pero siempre fue un tipo inconsciente, y (¡cómo no!) se equivoca una vez más.
Así de distintos parecían Klaus y Egbert en mi sueño.
Pero me he dado cuenta de que son iguales, exactamente iguales, sin esas diferencias de inanes matices. Ambos pasan frío pese al grueso paño de sus largos capotes con el que seguían cubriendo sus descarnados huesos, que de nada sirven a cuerpos marchitos, aunque detecto en mi pesadilla que aún no lo saben ni quizás tomarán cuenta de ello en muchos decenios. Los dos observaban desde el puesto de guardia el parsimonioso caer de la nieve, pero es cierto que no pueden paladear siquiera su untuosa humedad para intentar calmar la insidiosa sed que raspa implacable sus marchitas gargantas…
Lo intuyen, parecen intuirlo, pero no están seguros. Sus rostros cadavéricos los delatan. Lo cierto es que ambos están condenados a vigilar aquél rincón eternamente para que ningún ánima se escape del recinto de esos crematorios donde, cada dos en dos, ahora van entrando y saliendo brigadas de espectros mientras marcan el paso dentro de unas botas que huelen a cieno, a putrefacción, y hieden aún más con el hedor del odio.
Klaus y Egbert son la última guardia del Terror, dos muertos vivientes aislados del tiempo, vigilando el camino de un entrar y salir, un eterno entrar y salir bajo el fúnebre paso de sus camaradas nutriendo con sus propios fantasmas los ardientes hornos donde antaño fueron verdugos, donde se escuchó tanto llanto y dolor de un millón de inocentes, atentos a la orden de su gran Satán…
-Un, dos, un dos, un, dos… ¡Maaarr… quen…! Un, dos… Un, dos… Un, dos… -clama guturalmente la garganta de una calavera coronada por una gorra adornada con una ajada Águila Waffen.
¡Grito...! Sí, grito en mi sueño porque me doy cuenta de que esa horrible pesadilla no es sino el reflejo de mi propia persona… Yo soy Klaus… y soy Egbert… y soy todo ese conjunto de horrores que hoy me encarcelan en este rincón de miedos y remordimientos… ¡Qué horror, qué horror…! Mis gritos retumban y el eco aumenta el dolor en mis oídos… Pero no se oye nada en ese recinto; todo está muerto, todo está en calma, ni siquiera es audible el fuerte y plural zapatazo final de las botas marcando ese octavo paso en el hormigón…
… Salvo el ulular y desesperado silencio del miedo que el grave pecado esconde.
FINAL
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