EL PEREGRINO

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                           EL PEREGRINO
 
 
Construcción acertada. Así se hizo, tortuosamente, procurando pasar desapercibido, huyendo de las personas reales, de carne y hueso, de vanas intenciones y malas intenciones...  o sin intenciones, como sombras y ecos, un mero rumor... la nada.
Fue. Fue el soldadito de plomo, mutilado, iluso enamorado. ¡Rechazo, rechazo!
Fue no el bello cisne cuellilargo, el esbelto que enamora de un solo vistazo, sino el eterno desamparado patito gris y frágil.
Recuerda, Frank, recuerda.
Tu primera lágrima verdadera, en el cuarto estrecho, allí con la familia todavía apiñada. La cama de litera con barrotes de hierro. Solo; como siempre solo, sumergido en papel y tinta... el libro de cubiertas blancas...¡Recuerda, Frank! Y las figuras, el niño y el perro, el sendero curvo. El perro, el fiel, el leal gozque con el niño. ¿Cuál era el nombre? La suave cubierta blanca, satinada, que brillaba cuando el haz de luz de la pequeña ventana lo iluminaba.  
Frank, recuerda: El peregrino. El final del cuento no importa, no existe, no existía. ¿Qué existía? Existía el camino, el niño, el perro, el pobre perro, el peregrino, el pobre niño peregrino. Y al final (el otro final no importa; el final religioso, apestando a almizcle y agua bendita, a pila mustia, a puritanos arrodillados, a la luz divina rasgando el cielo. ¡No, ese, no! El que importa es la muerte injusta pútrida, enseñoreándose del camino, y del niño, y del perro) el crujido interior, entre el esternón y el corazón, el ahogo, el dolor intenso, la pena; sí, la tristeza, Frank. Así supiste lo que significaba verdaderamente el amor, la fraternidad, el compañerismo, la fuerza real del libro. Tu primera lágrima auténtica, humana, crucial con que comenzaste —ladrillo, piedra— a construirte.  
¿Recuerdas, Frank, recuerdas el escozor de la lágrima primera —tan pura, tan ardiente—, el calor de los ojos, el fuego en el pecho? Irreprimible manantial de lágrimas. Quisiste arrancar de ti el dardo envenenado de un dolor de tinta y papel... pero no pudiste. Yo lo vi, lo supe, te vi, te sentí, Frank. Cerraste el libro acongojado, lacerado, humillado por el cuento. Pero el llanto seguía, hipabas. Cabeza gacha. El libro en las desnudas rodillas de niño. ¿Y qué hiciste...? Negarlo, negarte. Luego volviste a abrir las pocas páginas finales. El peregrino, el fiel y leal can muerto, la lluvia asesina, el niño peregrino muerto. Todo muerto, cruelmente muerto. Muerto por el camino, por caminar. De nuevo, derrotado, maltratado; otra vez la cascada de sentimientos, las emociones desbocadas, el dolor... las lágrimas inundando los ojos, impidiendo la visión de la otra realidad, impúdica, banal...
Más tarde, reedificación, compostura. Frente a la incomprensión, el silencio del baúl mágico, nacarado, la doble figura del sacrificio. La vida verdadera era un libro y tú, Frank, en aquella orfandad supiste que nunca te faltarían amigos de una materia incorrompible, eternos, permanentes.
Cada vez que los necesitarás te bastaría con abrir las cubiertas de la vida.
 


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