ISCLA SOLER
Antes de que el tiempo imperturbable y absoluto barra completamente el recuerdo de los días del pasado, quiero recordar a algunas personas; personas humildes, anónimas para los contemporáneos que habitaban aquellos días y siguen habitando entre los resortes estelares del espacio-tiempo.
Entre las calles de Sicilia y de Nápoles, escondida entre los nuevos bloques de pisos, existía un viejo caserón al que se accedía por un pequeño y angosto pasaje llamado Iscla Soler. En el caserón vivía una familia, la familia del señor Soler. El señor Soler era un hombre bastante mayor que por circunstancias de la guerra española había perdido un brazo. Allí transcurrían los días de los Soler.
En los días soleados de primavera y otoño, y todos los del largo verano barcelonés, se podía ver a la familia Soler sentada con sus hamacas, con la distracción de ver el paso de los transeúntes, los automóviles y los autobuses de línea urbana como el 45, el 47 o el 55. El señor Soler y su señora pasaban algunas horas junto a una tapia, en aquel apacible estado de reposo y meditación, intercambiando charlas entre ellos y saludando a las y los vecinos que caminaban por las aceras; ya fuera la de enfrente o en la que ellos estaban; también yo me contaba entre los miembros del vecindario.
El señor Soler vestía muy sencillamente, con los pantalones sujetos por unos clásicos tirantes y fumaba una gastada pipa de la que se desprendía un agradable y aromático humo que emanaba de la combustión de las hebras de su tabaco. Hablaba con lentitud y un marcado acento catalán, observado atentamente la reacción de su interlocutor, como si pudiera penetrar en los más recónditos espacios del espíritu del otro u otra, para extraer el néctar humano de los demás enriqueciendo su propio horizonte.
Además de su esposa, entre las sencillas hamacas del señor Soler y su esposa, se situaba la silla de ruedas de una siempre sonriente hija discapacitada y, a veces, sentado en una sencilla silla de comedor, un hijo menor. Completaba la familia otro hijo más mayor al que se veía sólo de vez en cuando, debido a sus ocupaciones.
Durante años, de manera prácticamente invariable, transcurría a mis ojos la vida de los habitantes de la Iscla Soler en su oasis extemporáneo de paz, como un silencioso y no declarado reto a la neurosis de una modernidad que nos despersonalizaba a todos... menos a ellos.
Uno se pregunta si no hubiera sido lo más normal, la vida más humana, que la ciudad entera no hubiera sido una expandida Iscla Soler, y si no hubiera impactado entonces la visión de un solo gran edificio de plantas, con vecinos prácticamente invisibles y casi desconocidos, sumidos en un caos incesante de movimientos nerviosos, en una búsqueda insaciable de una felicidad alieada, materializada en unos productos fungibles tras los cuales estaría perdida toda humanidad, y donde no hubiera bellos lugares recónditos que descubrir en el espíritu de los demás.
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