Minerva es... el erotismo tabú puesto al desnudo 1

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EL EROTISMO EN EL PELIGRO

Nicolau Prats de la Pava:

Nicolau Prats De la pava, que tenía 22 años por esa época, estaba sentado frente a una ventana de la primera planta de la biblioteca de la Universidad de Huesca. Cursaba el cuarto año de Grado en Veterinaria, y estaba estudiando para el examen final de la asignatura Cirugía de Animales de Compañía. Jugando con un lápiz entre sus dedos, miraba distraído por la ventana que daba a las canchas de baloncesto. La moneda dorada que colgaba del cielo calentaba el día más de lo habitual para ser principios de junio.

De repente, vio aparecer en la cancha más cercana a la biblioteca, acompañada de tres chicos que reconoció como de último año de ingeniería mecánica, a la chica de sus sueños, y la de casi todo el alumnado, Minerva Magnusson.

Era una chica de 21 años que estudiaba tercero de Administración y Dirección de Empresas, ADE. Las facciones del rostro parecían esculpidas por los dioses. Dioses que le habían puesto en la cuenca de los ojos un par de esmeraldas redondeadas, de color vivo y cristalino, que Nicolau jamás había visto ni en persona, ni en revistas, ni en televisión. En la universidad se decían mitos sobre ella: que algunos chicos o chicas débiles de carácter se habían hipnotizado con su mirada, o que al hablar con ella se habían vuelto tartamudos, o que al verla venir se les había olvidado caminar, o que al verla pasar se les había torcido el cuello.

Esa mañana, Minerva Magnusson vestía una camisa blanca, metida entre su minifalda, la cual estaba hecha de volantes que formaban dunas de color pajizo.

Un chico que era de raza negra le tomó la mano por encima de la cabeza y le hizo hacer media pirueta, enseñándole la parte trasera del atuendo al resto de chicos. Ella se dejó hacer mientras la blancura de sus mejillas cambiaba a rojizo y los chicos hacían gestos de aprobación mirándole el culo sin disimulo.

Esos jóvenes eran conocidos por ser problemáticos; de esos que se embriagan, se drogan y terminan armando peleas en fiestas y pubs. Una vez pasaron la noche en la estación de policía por estar fumando marihuana en la vía pública y otra por agredir a un chico en una fiesta. Uno era flaco, desgarbado y de hombros encogidos, de nombre Alejandro. David era un chico gordito y bonachón, que no pegaba bola andando con los buscapleitos. Al chico de raza negra, Nicolau no le sabía el nombre, pero sí que jugaba en el equipo de baloncesto de la universidad; se le veía fuerte y le sacaba dos palmos de altura a Minerva. Con unos llamativos dedos largos, sostenía con facilidad su pelota de baloncesto con una sola mano. Por obvias razones, eran conocidos como la pandilla de el negro, el flaco y el gordo.

No se oía lo que hablaban, pero reían y hacían reír a Minerva. Al hacerlo, unos encantadores hoyuelos se hacían en sus mejillas.

Una corriente de viento se acercó y jugó con su cabello, largo y del color del azabache, colocándole graciosamente un mechón en el rostro. El chico negro alargó la mano y se lo quitó. Ella elevó la mirada hacia él y le sonrió.

Luego, el mismo viento se puso a remolinear alrededor de sus largas piernas, haciendo que la minifalda aleteara, como a punto de tomar vuelo sobre las canchas de baloncesto, dejando ver en efímeros parpadeos la desnudez de la pelvis de la chica, que vestía un pequeño tanga de color blanco. Entre risas y con desdén, ella intentaba domar la minifalda con su única mano libre, pues la otra estaba ocupada con su mochila. Tras unos segundos al fin, el travieso viento dejó que Minerva aterrizara. Nicolau se imaginó cómo se vería desnuda esa joven… y el pene se le fue inyectando de sangre hasta ponerse duro.

Un rato después, el negro le enseñó a Minerva el contenido de su mochila. Ella miró dentro, y negó con el dedo índice. Entonces, los chicos le dijeron algo mientras le señalaban hacia el bosque que hay detrás de las canchas de la universidad, y ella negó de nuevo. Después de unos minutos de insistencia, Minerva asintió y juntos caminaron hacia la valla en la parte trasera de las canchas. Salieron de la universidad por una pequeña rotura que la valla tenía y se internaron en el bosque.

A Nicolau Prats le pareció extraño, y hasta peligroso, que la chica más popular de la universidad se fuera al bosque con unos gamberros. La curiosidad y la preocupación le vencieron y decidió seguirles.

Luego de unos quince minutos deslizándose a través de espesos senderos, Nicolau escuchó algunas risas que provenían de un claro que se abría en medio del bosque, en una zona por donde pasaba el río Flumen. Cuando tuvo al grupo de jóvenes a la vista, Nicolau se ubicó tras un arbusto de boj común que, junto con la negrura del bosque atrás de él, le ocultaba de los rostros que ocupaban el paraje.

El paraje estaba a los pies de una débil cascada que, a modo de velo, cubría a una pared de rocas, produciendo un agradable murmullo. A los pies de la cascada se formaba una apacible y cristalina balsa de agua, como una piscina natural. El frondoso follaje de los altos abetos y hayas que rodeaban el paraje, pintados de colores verdes, amarillos y rojizos, arropaban al lugar, dotándolo de una sensación de intimidad que invitaba a pecar con impunidad.

Los jóvenes dejaron sus mochilas sobre una roca de superficie plana, que parecía un mesón, por lo que servía de merendero. Minerva se sentó elegantemente, con sus piernas cruzadas, en un largo tronco de árbol talado que sirvió de banco. El chico negro se sentó al lado izquierdo de ella y los otros chicos en el suelo rocoso frente a ellos. Pusieron música urbana en el Spotify del móvil de Minerva: ellos querían a Yhaico y ella a Karol G. El negro sacó de su mochila los ingredientes para hacer botellón con una botella de vodka y una de Fanta naranja de dos litros. En un par de vasos desechables sirvió la mezcla.

Mientras las copas flotaban de mano en mano, los hombres comentaban sobre temas banales, bla, bla, bla; pero cuando era Minerva la que hablaba, todo lo demás perdía sentido para esos jóvenes. Los mullidos labios de la chica tenían el color y el brillo de una piruleta de cereza acabada de salir de la boca de una niña. Un moderado ceceo al hablar hacía que frecuentemente asomara entre los dientes la punta de su provocativa lengua. Su voz era de un tono grave, pero susurrado, como un postre que sabe a la contundencia del café y a la vez a suave dulce de leche; así era la boca y la voz de Minerva Magnusson, una composición perturbadora que invitaba a la intimidad.


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