EL MUNDO SECRETO DE MARIO

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           EL MUNDO SECRETO DE MARIO


     El mundo de Mario está repleto de fantasías, de unicornios plateados, dragones voladores, enamorados tritones escondidos en cuevas secretas de rincones rocosos, diminutas hadas, bellas sirenas de agua dulce, viejas brujas hechiceras, oráculos reveladores del futuro y antiquísimos libros de las historias del pasado.

Plácido, el amigo de Germán, el padre de Mario, dentro de su rusticidad es un buen hombre. Sufrió mucho; malos tratos por parte del suyo, de su padre, hombre de tabernas y mujeres de pago, embroncador pendenciero que creó una familia y la desasistió; al que Plácido no veía más que sucio y borracho, cuando no tenía dinero y exigía de Carmina, su mujer, la madre de Plácido, que satisficiera sus ansias de carne y sexo. Por eso, Plácido fue un niño, un joven, y hasta ahora un hombre reflexivo a pesar de su falta de estudios. Ha pensado mucho y tiene sus convicciones, un conocimiento hondo, como tienen los hombres que, mientras labran o caminan o comen, piensan; a los que la vida instruye mejor que los libros y las academias: su titulación se la da la vida.
Plácido está hablando con Rómulo, el obrero de la cantera, ambos sentados a la fresca sombra del roble que hay en la plaza Pía, el centro físico del pueblo. Las piernas de la pareja cuelgan sobre los calientes adoquines grises de la calzada. A lo lejos mugen las vacas y se oyen los cencerros.
Plácido ve venir a Mario por el sendero polvoriento. «Mario es un "liderato"», le dice a Rómulo. Ha "estudiao" mucho, por eso escribe. «Le han "hecho público" un libro, ¿ sabes?. Me lo ha dicho Esperanza, la hija de la farmacéutica; que creo que está "enamorá" de él.
»Yo lo sé, pero Mario no sabe nada; él —y Plácido se lleva el índice a la cabeza— sólo sabe de libros y estudios, ya ves, la vida se le "huye" y no lo sabe».
Mario pasa cerca, no por su lado, por el lado de ellos, de Rómulo y Plácido, sino por un lado, junto a ellos. Sonríe y los saluda; ellos lo saludan a su vez.
Mario va hacia el molino, junto al río, en la otra parte del pueblo. Entre los abedules y los álamos, pasando por una vereda cercana a la cual se escucha el croar de las ranas se va al viejo molino. Es allí donde se encuentra el mundo secreto de Mario.
Una mujer robusta, de rostro rubicundo, con sus mejillas coloradas recibe a Mario. Es Jacinta. Mario abraza sus manos maternales y ella le dispensa un té y unas galletas caseras. Jacinta, con los brazos cruzados y una complacida sonrisa, ve a Mario ir a la habitación del fondo. Es la habitación de Amanda.
Mario se acerca con un brillo en los ojos; en los de Amanda el brillo es alborozado. Ella ríe cuando Mario le explica los últimos chismes del pueblo, mientras acerca la silla de barrotes de madera a la silla de ruedas de Amanda. Ambos se miran embelesados un rato, con el trasfondo del cielo azul y el rumor de las hojas de los árboles mecidos por el viento.
«Hoy —le dice Amanda— te voy a contar el cuento del pez de mar que fue a parar al agua dulce del lago del amor».
Mario saca su libreta de tapas verdes y siente el cosquilleo que chispea en el interior de su torso... muy cerca del corazón.
El mundo secreto de Mario fluía en esa pequeña habitación, con aquella mujer que rozaba su alma con el brillo de sus ojos, que hacía que el tiempo se detuviera y no importara nada más que la compañía de aquellas palabras, saliendo de esos mágicos labios tan suaves.
Ella, con su voz melodiosa, narraba historias de aventuras y sueños. Él, con su cuaderno verde en las manos, escuchaba atentamente y dejaba volar libre la imaginación, plasmando cada relato en el papel. Así, las historias cobraban vida, uniendo su amistad en un mundo donde la imaginación no tenía límites. Con cada página escrita, su vínculo se fortalecía, y juntos creaban un universo donde la realidad y la fantasía danzaba y se fusionaba en perfecta armonía. Ella contaba cuentos, él sentía cada instante y lo hacía suyo.
Ese era su mundo, el de dos almas unidas por un lazo invisible, un hilo dorado que brillaba bajo el sol y al tocarlo vibraba fuerte.
Y así establecieron un pacto: cuando Mario se marchaba de casa de Amanda y pensaba en ella, o cuando ella lo extrañaba, ambos cerraban los ojos y sentían el calor de ese lazo, que les recordaba que siempre permanecerían unidos, conectados por una fuerza mágica, secreta, que era el vínculo de su eterna amistad.

 


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