EL PALOMAR
Recordé las palabras de Adolfo: «escribe, tú escribe Rodrigo». Cuando me decía aquello yo me decia que yo no era un puto Henry Miller o un Lawrence Durrell, sino un lector apasionado y un mediocre escritor aficionado. Era un humilde peregrino que caminaba en un bosque de árboles gigantes cuya sombra me cubría a cada paso.
Eso pensaba cuando me senté a la mesa, delante de ante aquella máquina de escribir con pantalla que me habían regalado por mi cumpleaños.
Bien, me dije, voy a escribir; pero yo no necesito escribir para tener dinero, no soy un escritor bohemio, un noctámbulo enfermizo, ni un bebedor o un fumador empedernido. Mi única semejanza con Miller era que yo también tenía mi Anaïs Nin, y la mía era mi inspiración y maestra.
Vi reflejado mi rostro en la pantalla y me dije: «Recuerda... tienes que plasmarlo; de lo contrario esos recuerdos, con su vida pasada, se perderán, se esfumarán como sombras, igual que las ondas en la superficie de un estanque; morirán contigo, por eso tienes el deber de escribir».
Yo observaba con admiración a aquellos hombres serios y fornidos, rudos y poco instruidos. Los observaba como imaginaba que los mirarían las mujeres, con un trasfondo para mí desconocido, un impulso subterráneo que yo era incapaz de sentir. Los observaba como haría un entomólogo fascinado por los exoesqueletos, las antenas, los ojos compuestos, las alas camufladas, el brillo de las corazas queratinosas de una colección de insectos, entre los cuales destacaban algunos exóticos y raros, pero en su mayoría simplemente especies comunes.
Habíamos perdido la guerra, y aquello era lo que nos quedaba: supervivientes, hombres cuyo credo era buscar el brillo aunque fuera efímero, salir de las catacumbas del trabajo embrutecedor, seres conscientes de su supremacía en el entorno familiar, buscadores del placer en la dominación; hombres iracundos y violentos sumidos en la incultura, que querían sentirse superhombres en un hormiguero... Así era mi padre, así era Juanito; los dos hombres que yo tenía delante en el soleado terrado del verano barcelonés, observando el palomar, su palomar; el escaso y miserable reino de sus horas libres.
A pesar de las muchas quejas de las mujeres del edificio, que subían a los tendederos de la casa (unos tendederos que venían marcados por la tradición que sólo las mujeres de la escalera conocían; que se transmitían de madres a hijas, de suegras a nueras. Cada piso tenía las suyas y no eran cuestionadas habitualmente, aunque yo viví algunos momentos de tensión causados por rencillas nuevas sobre revanchas viejas) y convivían mal con la falta de espacio, el mal olor y la suciedad que se esparcía barrotes afuera del palomar. El palomar...
Juanito y mi padre habían construido en el terrado del viejo edificio un palomar conjunto. En las pequeñas celdas de barrotes malvivían decenas de palomas comunes, algunas blancas con listas marrones y la mayoría con sus tonos gris azulados con lineas negras. El palomar despedía un olor nauseabundo, y podría haber ganado un concurso de hediondez. Los barrotes y los cerrojos de cada jaula individual en aquella construcción a modo de prisión, tenían algunas plumillas adheridas; los palos interiores, donde las palomas apenas tenían espacio para moverse, estaban cubiertas de excrementos malolientes, a modo de pequeñas colinas de color de yeso y moho gris. Los ojos rojizos de las palomas observaban curiosas a sus admiradores. Por el suelo de baldosas rojizas, agrietadas por partes y con rayas de musguillo del terrado, se veían las plumas grises y blancas con sus finos cañones similares a palitos de plástico.
En algunas épocas del año y en determinadas fechas, en sábado, domingo o las festividades del calendario, Juanito y mi padre participaban en concursos de vuelo colombófilos. Algunas aves llevaban listas pintadas de color verde o rojo, distintivos de la propiedad de cada criador. En ocasiones algunas palomas no regresaban; en otras volvían con otras foráneas, ajenas y hurtadas por las habilidades de las aves pertenecientes a ellos dos. Cuando eso sucedía ellos se mostraban felices y jactanciosos como reyezuelos vanidosos.
Guardo en la memoria dos acontecimientos de aquella época.
A pesar de su vida antinatural, las palomas y sus machos procrean. Los pichones eran alimentados por sus progenitores hasta que crecían lo suficiente y eran separados en otras jaulas. Un día mi padre bajó del terrado con un pichón al que retorció el cuello hasta que murió. Mis ojos de niño contemplaban los yertos párpados y abultados ojos del animal, con el pico que todavía se entreabría y se cerraba en el último estertor de la muerte, y sus rosadas patitas sacudiéndose y cerrándose en el aire espasmódicamente. Mi corazón se fracturó en cien cristalillos de dolor y espanto.
Mi madre cocinó la pobre ave durante varias horas. Su carne, muy distinta a las gallinas y pollos, tenía una tonalidad grisácea y era dura. Mi madre se quejó mucho de aquel trabajo extra: desplumar, limpiar y vigilar el guiso. Creo recordar que ninguno de la casa disfrutó del estofado; ni siquiera sé si alguien terminó su plato.
La segunda anécdota fue...; mejor dicho, fueron diferentes días y en los que mi padre, con una escopeta de perdigones, desde el balcón del piso, se dedicaba a disparar a palomas e inocentes gorrioncillos en vuelo, matando algunos. Yo deseaba ardientemente que las aves consiguieran escapar..., pero la ostentosa desigualdad, manifestada por aquella muestra de vana y criminal bestialidad, la fría superioridad humana para infligir a seres inferiores una insensible crueldad vacía y sinsentido, terminaba venciendo a las pacíficas criaturas en uno u otro intento.
(Historias de la calle Córcega)
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