Minerva es... el erotismo tabú puesto al desnudo 2

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Los jóvenes procuraban que Minerva bebiera y bebiera, de tal manera que, tras una decena de canciones, la chica estaba en una actitud relajada y distendida. Su comportamiento y posturas cuidadosas fueron desapareciendo. Los dos botones superiores de su blusa aparecieron sueltos, dejando a la vista el centro de sus tetas, una de las cuales tenía un lunar. Los movimientos de sus piernas se volvieron descuidados, con lo cual, la minifalda tenía tendencia a trepar hacia la raíz de sus muslos, haciendo que de cuando en cuando se le viera la ropa interior; sin embargo, con la de copas que llevaba encima, o no se daba cuenta, o ya no le importaba.

Todos intentaban flirtear con ella, pero con el pasar de las canciones fue quedando claro que por quien Minerva se sentía atraída era por el basquetbolista. Este aprovechó la gradual desinhibición de la chica para avanzar en sus acercamientos: palabras al oído que la hacían reír encantadoramente, caricias en la mejilla, abrazos por la cintura, luego besitos tímidos en la boca, y una mano hacia atrás, testándole el culo con disimulo, y ella se dejaba hacer. Los otros chicos también se envalentonaron y la colmaban de halagos que iban subiendo de tono a medida que el alcohol les desinhibía la lengua: «Que para ti todos los hombres deben ser feos», que «con ese cuerpazo yo no pasaría hambre», que «estás para echarte un polvo», que «no debe haber un chico en la universidad que no quiera follarte». Ella reía tímidamente ante la franqueza de los comentarios y procuraba cambiar de tema sin mucho éxito.

—¿E-es verdad que t-tienes la-la lengua muy larga? —dijo el gordito, quien habitualmente no era tartamudo, pero había caído bajo el famoso embrujo de los ojos de Minerva.

—¡Vaya! Os enteráis de todo —dijo Minerva divertida, tras lo cual, sacó su sonrosada lengua y la estiró hasta por debajo del mentón. Los chicos miraron con la boca abierta.

—¡Madre mía!, pero sí parece la lengua de Vemon. Ella rio divertida y luego llevó su lengua hacia arriba hasta que la punta lamió el párpado inferior de un ojo.

—¡Joder, tía! Menuda lengua. Debes estar en las fantasías de todas las lesbianas de la universidad.

—Ya me imagino lo que podrías hacer con esa lengua.

—Un superbeso negro, seguro.

—¡Noo! Esa lengua lo viola a uno.

Minerva hizo un mohín de asco.

—¡Parad, chicos! ¡Definitivamente, sois los chicos más cerdos con los que he quedado!

Todos rieron.

—¿Cómo es que puedes estirar tanto la lengua?

—No lo sé. También puedo estirar mucho mis articulaciones —dijo flexionando su muñeca hasta que la punta del pulgar se unió con el antebrazo.

Todos se miraron con asombro y Minerva se encogió de hombros como una niña traviesa.

—¿P-podemos ver el p-piercing de tu ombligo? —dijo el gordito, quien parecía el más curioso de comprobar las leyendas urbanas que se contaban sobre Minerva. Los demás secundaron su idea.

Ella se puso de pie. Sus piernas, torpes por el alcohol, trastrabillaron un poco. Soltó los botones inferiores de su blusa y anudó los faldones por la parte alta del abdomen, dejando así descubierta su cintura angosta, adornada en su ombligo por un piercing que tenía un cristal de Murano del mismo verdor de sus ojos.

—¿Os gusta? —les preguntó ella con una risilla divertida y dejando los brazos abiertos como si fuera a meditar.

Todos alagaron lo sexi que se le veía.

—¿Tienes más? —preguntó el flaco.

—No. Aunque me gustaría uno en la lengua. Minerva volvió a sentarse a la derecha del negro. Este aferró sus largos dedos al muslo izquierdo de la chica.

—¿Y en el coño? ¿Te harías un piercing en el coño? —le preguntó el negro mientras le acariciaba el muslo de arriba a abajo.

—¡Huy! Ja, ja, ja, me gustaría, pero creo que en el chochito debe de doler un mogollón.

—¡Bah! Yo tengo uno en la polla y casi no me dolió —dijo el flaco.

—¿Qué? No te puto creo. Te estás quedando conmigo —dijo ella riendo con incredulidad.

—Es puto cierto, ¿te lo enseño?

—¡Ja, ja, ja, quédate soñando con eso, chaval! —le contestó ella.

—Sí. Anda. Enséñasela —ordenó el negro.

El flaco se puso de pie, e ignorando la negativa de Minerva, se soltó los botones de su vaquero y se sacó el pene.

—¡Os pasáis tres pueblos conmigo, eh! —atino a reprochar Minerva mientras con la mano temblorosa y el arco de las cejas elevado le daba un trago a la copa sin quitar la mirada del pene que había a un metro de su cara.

En efecto, tenía una gruesa argolla que entraba por la punta de la uretra y salía por la zona del frenillo. Pero es probable que lo que más sorprendiera a la chica fuera que el pene estaba erecto. Era un pene que llamaba más la atención por largo, que por grueso, como su dueño.

—¡V-vaya!…, qué… qué grande es.

—¿Te parece? —dijo el flaco tirando de su pelvis hacia delante para exhibirle el pene con más esplendor.

Minerva rio con ironía.

—¡La argolla!, Alejandro, me refiero a la argolla. ¡Anda!, ya puedes guardar ese gusano.

Todos rieron.

—Entonces. ¿Te animas? —le preguntó mientras se guardaba la polla y se sentaba de nuevo.

—Mmm… algún día, pero en un labio vaginal. En el clítoris debe doler que flipas.

—¿Y qué tal son tus labios vaginales? —le preguntó el negro.

—¡Oye! Qué directos sois en vuestras preguntas.

—Es que tenemos curiosidad. A mí me gustan los coños con los labios carnosos. Que los pueda chupar hasta que me lleguen a la garganta.

Algo debía estar pasando bajo la falda de la chica, pues sus muslos apretujaron repentinamente la mano del basquetbolista, que en algún momento había reptado bajo su falda.

—Eres un cerdo asqueroso —le dijo Minerva, negando con la cabeza. Su voz ya sonaba un poco diluida por el alcohol. 

—¡Sí!, pero dime, ¿cómo es el tuyo? —Le dijo el negro mirándola a sus ojos brillantes; ella le sostuvo la mirada; el negro se lanzó a por su boca y empezó a devorársela, ella le correspondió y sus rodillas liberaron a la mano que apretujaban.

Sin discreción ante los otros universitarios, el negro empezó un toqueteo entre las piernas de Minerva, que terminó por hacer trepar su falda hasta las caderas, dejando a la vista de los demás los laterales de sus glúteos, y haciendo que sus pálidas mejillas se le encendieran y de su boca emanaran gemidos blandos y dulces. 

Muy a su pesar, la amplia mano del basquetbolista no permitió que Nicolau corroborara lo que imaginaba: que, bajo los pliegues de esa falda, los inusualmente largos dedos del basquetbolista se enterraban una y otra vez en la vagina más apetecida de la universidad. Imaginándolo, el pene se le puso a reventar. 

Tras un rato, un atisbo de cordura debió volver a la mente de la joven, pues de repente le sacó la mano al negro de su entrepierna, se puso de pie y, mientras recomponía su falda, dijo que se había cansado de escuchar a Bad Bunny.


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