Ecos de un deseo (Parte II)

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La noche se convirtió en cómplice de nuestro juego. Abandonamos el bullicio del bar para perdernos en la penumbra de una callejuela, donde la ciudad se transformaba en un telón de fondo para nuestro encuentro. Allí, en la intimidad de la oscuridad, nuestros labios se encontraron en un beso que fue a la vez suave y apasionado, un preludio de promesas mudas y deseos ancestrales.

El tacto de tu piel despertaba en mí una tormenta de sensaciones; cada roce era un verso en un poema escrito en el lenguaje del placer. Nuestros cuerpos se encontraron en un abrazo sin prisa, donde el tiempo se diluía y lo único que importaba era la autenticidad del deseo. En esos momentos, sentí que amábamos en libertad, sin ataduras, dejando que la pasión nos guiara hacia lo prohibido y lo sublime a la vez.

Cuando la madrugada comenzó a teñir el horizonte, supimos que aquel instante era tan efímero como eterno. Nos despedimos con la certeza de que, aunque nuestras manos se soltaron, la huella de aquel encuentro quedaría marcada en cada latido. Caminé de regreso a casa con la mente llena de ecos, con la piel impregnada de caricias, y el corazón consciente de que, a veces, el amor se esconde en la brevedad de una noche y en la intensidad de un deseo compartido.

Aún resuena en mí la magia de aquella experiencia, un recordatorio de que la vida, en su forma más auténtica, se vive entre sombras y susurros, en el delicado equilibrio entre el deseo y la libertad.


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