El viento iba a ser su perdición; a pesar de sus esfuerzos por mantenerse suficientemente erguida y bien sujeta, la violencia de los racheados soplidos y el azote de la lluvia no podían asegurarle que pudiera seguir mucho más tiempo colgada de la cuerda. Empezaba a ver claro que no tendría posibilidad alguna de salvarse. Unas veces boca arriba, otras bocabajo, veía el mundo al revés; la caprichosa tramontana la zarandeaba como si fuera un simple juguete obligándola a balancearse continuamente y a dar giros imposibles alrededor del viejo trenzado. Si no llega a ser por estar embocada con precisión a la cordada haría rato que ya se hubiera precipitado al vacío y sentiría estrellar su frágil cuerpo contra el suelo. Todo le daba vueltas y una indescriptible sensación de ansiedad y nauseabundo vértigo se hicieron dueños de ella. Se dio cuenta entonces de que todo su empeño por evitar la caída sería baldío y le entró un terrible pánico.
Envidió al resto de la cordada; ya las habían conseguido salvar del peligro y puestas a buen recaudo. Ella, sin embargo, había caído en el olvido y estaba condenada sin remisión a los caprichosos avatares del viento y la lluvia que ahora -además- comenzaba a tornarse en una nieve pegajosa y gélida… Mientras tanto, vio con enorme terror cómo la cuerda, ya deshilachada por vieja y desgastada, iba rompiéndose irremisiblemente por cada uno de sus deteriorados filamentos…
Y al fin se dio por vencida…
La pinza de tender encomendó su plástica alma a los dioses de la Sagrada Colada y comenzó a musitar una plegaria de despedida mientras caía en un caprichoso zigzag hasta el cemento del patio exterior.
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