Lucha Interna.

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En la ciudad de Santiago (Chile), donde los edificios parecían encadenarse en una lucha constante contra el cielo gris, un hombre llamado Andrés caminaba por las calles desbordadas de gente. Era un hombre común, con sueños frágiles como cristal, atrapado en la rutina de su vida diaria. Sin embargo, en su interior latía un deseo ardiente de escapar a otro lugar, uno donde las palabras pudieran florecer. 

Un día, mientras buscaba buena lectura en una librería polvorienta del centro, sus ojos se posaron en un libro desgastado que parecía haber sido olvidado por el tiempo. “El laberinto de los espejos”, decía la cubierta amarillenta. Algo en ese título resonó en su alma; tal vez era el eco de su propia búsqueda interminable.

Al abrirlo, se encontró con relatos que hablaban de hombres y mujeres perdidos en sus propias sombras, atrapados entre decisiones que nunca tomaron y caminos que jamás recorrieron. Las páginas estaban llenas de descripciones vívidas: el aroma del pan recién horneado que llenaba las calles, las risas lejanas de los niños jugando en plazas olvidadas y la tristeza que acompañaba a cada atardecer.

Andrés comenzó a leer con avidez. Cada palabra lo absorbía más y más, como si el libro fuera un portal hacia aquellos mundos que anhelaba explorar. En cada historia reconocía fragmentos de su propia vida: amores perdidos, amistades traicionadas y sueños marchitos por la indiferencia del tiempo.

Las noches se convirtieron en su guarida; bajo la tenue luz de una lámpara amarilla, se sumergía en esos relatos que parecían susurrarle secretos antiguos. En uno de esos cuentos, encontró un personaje que vivía atrapado entre dos realidades: una vida mundana llena de obligaciones y otra llena de aventuras y descubrimientos. Era como mirarse al espejo y ver reflejada su propia lucha interna.

Un día, el personaje decidió romper las cadenas invisibles que lo mantenían cautivo. Se aventuró hacia lo desconocido y descubrió paisajes deslumbrantes: montañas que se alzaban como gigantes dormidos y ríos que serpenteaban como venas vivas en la tierra. Andrés sintió un ardor en su pecho; esa búsqueda por lo auténtico resonaba con él.

Decidió entonces escribir su propia historia, no como un mero ejercicio literario, sino como una declaración de intenciones. Con cada palabra que plasmaba en el papel, sentía cómo las cadenas se aflojaban; cada frase era un paso hacia la libertad. Escribía sobre sus anhelos y temores, sobre los amores perdidos que aún habitaban sus recuerdos.

Con el paso del tiempo, Andrés comprendió que cada historia contenía una lección: no se trataba solo de escapar del laberinto exterior sino también del laberinto interno donde a menudo se encontraba perdido. Las palabras se convirtieron en brújulas que lo guiaban hacia una comprensión más profunda de sí mismo.

Una noche clara, mientras contemplaba las estrellas desde su ventana, se dio cuenta de que había recorrido un viaje extraordinario sin necesidad de abandonar su hogar. El libro desgastado ya no era solo un objeto; era parte de él mismo. Había aprendido a mirar dentro y a encontrar belleza incluso en lo cotidiano.

Andrés entendió que la vida es una serie interminable de laberintos; algunos elegidos y otros impuestos. Y aunque a veces sentía el peso agobiante del mundo sobre sus hombros, sabía que siempre habría una página lista para ser escrita; siempre habría oportunidades para renacer entre las letras. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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