Un fenómeno fascinante.

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Era un día gris, uno de esos días que parecen arrastrarse con la pesadez de un recuerdo olvidado. Un hombre de mediana edad, con una gorra gastada y una chaqueta que había visto mejores épocas, se encontró frente a una pequeña galería en una calle secundaria. En la puerta, un cartel anunciaba la exposición de arte kitsch. Se detuvo un instante, sintiendo cómo una extraña mezcla de curiosidad y desdén lo empujaba a entrar.

 

Al cruzar el umbral, el ruido del mundo exterior se desvaneció. La galería era un laberinto de colores estridentes y formas grotescas. Los cuadros colgaban de las paredes como trofeos de una cacería absurda: una vaca rosa con alas, un perro vestido de flamenco y paisajes que parecían sacados de los sueños más delirantes de un niño hiperactivo. El kitsch, esa palabra que siempre le había sonado a burla, ahora se le presentaba como un fenómeno fascinante y aterrador.

 

Mientras sus ojos recorrían las obras, sintió que cada cuadro era un espejo deformante. Se detuvo frente a uno en particular: un retrato de una mujer con labios exageradamente rojos y ojos desmesurados, rodeada de corazones flotantes. La imagen le recordó a su madre, quien siempre había soñado con ser artista pero nunca se atrevió a dejar su trabajo en la tienda del barrio. La risa tonta y los abrazos cálidos regresaron a su memoria como sombras del pasado.

 

La introspección lo golpeó con fuerza; ¿qué significaba realmente el arte kitsch? Era una celebración del mal gusto o una crítica disfrazada? Se preguntó si el kitsch era simplemente la forma en que las personas lidiaban con su propia mediocridad. En ese momento, comenzó a recordar las conversaciones que había tenido con amigos sobre el arte contemporáneo: discusiones acaloradas sobre autenticidad y genialidad. Pero aquí, ante estas obras vibrantes e inverosímiles, la autenticidad parecía ser un concepto vacío.

 

Se sintió atrapado entre dos mundos: aquel en el que había crecido, lleno de sueños incumplidos y aspiraciones marchitas, y este nuevo mundo donde todo era posible —incluso lo ridículo— pero carecía de profundidad. Se movió lentamente por la galería, cada paso resonando en su mente como un eco. Las risas ajenas eran un murmullo distante; estaba solo con sus pensamientos.

 

Se detuvo frente a otro cuadro: una escena familiar donde figuras caricaturescas celebraban un cumpleaños en medio de globos desinflados y serpentinas arrugadas. La imagen le resultó tan absurda que no pudo evitar reírse. Pero al mismo tiempo, esa risa se convirtió en tristeza al reconocer la soledad detrás de cada sonrisa pintada. Era como si el artista hubiera capturado no solo la alegría superficial del momento, sino también la melancolía inherente a la vida misma.

 

Al salir de la galería, el aire fresco lo golpeó como una bofetada revitalizante. Había llegado buscando entretenimiento y se había encontrado ante un espejo distorsionado. El kitsch no era solo un estilo; era una forma de vida, una manera peculiar pero honesta de enfrentarse al caos del mundo moderno.

 

Mientras caminaba por las calles grises de la ciudad, comprendió que quizás todos llevamos dentro algo de kitsch: ese deseo por lo colorido en medio del gris cotidiano; esa necesidad desesperada por encontrar belleza incluso en lo absurdo. Y así, mientras el sol comenzaba a ocultarse tras los edificios, decidió abrazar su propia versión del kitsch: imperfecta, estridente y profundamente humana.


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