CUENTOS BREVES (del manual de la masturbación)

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                   CUENTOS BREVES
        (del manual de la masturbación)

 

                                   (18)

            MI ENCUENTRO CON DORRIE

 

Dorrie tenía un par de hermosos lunares, uno en medio justo del pecho derecho; el otro en el bajo vientre, un milímetro por encima del nacimiento del vello púbico, de aquellos pelitos negros y acaracolados que hacían una pequeña enredadera deliciosa y dejaban paso al fino canal de su coño, con sus labiecitos apretados, como una secreta fruta que conducía al paraíso del placer.

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Apareció por la puerta de la habitación con un sujetador verde oliva y una braguita del mismo color. Sus dos manos levantaban el largo cabello rizado sujetándolo por su nacimiento, en la nuca. La concavidad de sus axilas tenía un algo de sensualidad impactante, igual que la forma de sus caderas y la suave loma de su vientre que declinaba hasta el filo de la prenda íntima. Entonces me vio y yo a ella.

Estaba sola en el piso; él se había marchado temprano; yo llegué de improviso, sin avisar, con un vuelo imprevisto: al día siguiente tenía que participar en una conferencia económica que se convocó con carácter extraordinario; el ministro Cano se excusó por lo intempestivo, pero fue taxativo: todos los asesores debíamos estar en Valencia el martes.

—Ahhhh —exclamó sorprendida y asustada.

Yo me quedé de una pieza. Estaba quitándome la chaqueta, las maletas estaban en medio del salón y yo tenía la barba de dos días.

—Lo siento... —me excusé—. No sabía que habría alguien. Él me dijo que salía para el sur a primera hora, pero no imaginaba..., bueno...

Ella respiró sonoramente ya tranquila. Se quedó mirándome un momento.

—No, perdona —dijo sonriendo, y se señaló a sí misma con los dos brazos, las palmas extendidas, desde el cuello a los muslos.

Yo traté de tratar importancia a la situación y agarré las maletas y subí hacia mí dormitorio. Las tumbé sobre la cama y las abrí. Después me desnudé y cogí el albornoz en dirección al baño de arriba junto a mi dormitorio, que era el que yo utilizaba. En ese momento la oí. Estaba en el último peldaño de la escalera, con la sonrisa que le vi en el salón; seguía en ropa interior, atractiva, tentadora...

—Disculpa, me llamó Dorrie. Tú debes ser Freddy, ¿verdad?

Me puse tenso y me cubrí torpemente con el albornoz delante de mi pecho y mi sexo.

—Sí —me límite a responder.

Dorrie se acercó y añadió:

—Debes estar cansado. Estabas en Lima, ¿no es así?

Asentí.

—¿Has venido solo? ¿Allí no tenías una... compañía?

Me reí.

—No, no. Teníamos demasiado trabajo, sabes.

Se acercó hasta mí y repuso:

—¿No te sientes solo?

—Pues..., un poco..., sí, la verdad es que...

No pude continuar, ella me echó las manos a la cintura y en un susurro pronunció las sílabas una a una:

—Yo tam-bién.

—Pero —dije yo— tú —pasé al tuteo— estabas con él.

—A mí —dijo—, no me basta un solo hombre... —Bajó las manos y me acarició el trasero—. Soy in-sa-cia—ble— Se puso de puntillas y estrelló sus carnosos labios contra los míos.

Fue un beso intenso. El calor de aquellos suaves y húmedos labios que apretaban los míos, aquella lengua que los chupaba y entraba en mi boca hurgando y acariciando la mía, el sabor de la saliva intensa y cálida... inmediatamente noté la erección. Dejé caer el albornoz.

Desabroché el sostén de Dorrie y noté los pezones en punta, duros, grandes empujando mi pecho. Le bajé la braga. Ella buscó entre beso y beso mi polla y la agarró con firmeza. Yo respondí deslizando mis dedos desde su ombligo hasta la abertura de la hendidura que partía en dos la carne prieta. Sus labios vaginales se abrieron y la secreción de su lujuria mojó las yemas de mis dedos intrusos pero ansiados. Hundí los tres dedos y la raja se abrió con un gemido agudo de sus otros labios, que soltaron mi lengua.

Me tumbó en el parquet del suelo y se quitó las braguitas que amarraban sus talones. Entonces vi aquel fruto deseado, el vello rizado y espeso, la raja de su coño, los pétalos de sus labios verticales. Abrió sus muslos y se agachó sobre mi cara.

—¿Sabes hacer un cunnilingus? Mi conejito quiere que lo saborees. ¿Ves mi clítoris caliente y duro..? ¿Harás que me corra? —Y me puso el abierto melocotoncito al alcance de mis labios.

Dorrie se apoyaba con una mano en mi muslo; la otra empezó a sobar la punta de mi falo, que ya estaba melosa con el flujo de mi apasionado deseo de follarla; quería joder aquel coño apetitoso, del que se desprendía un olor femenino que aumentaba mis ganas de clavar mi verga en lo más profundo de aquella húmeda vagina llena de néctar de mujer; quería locamente que mi semen se derramará y se mezclará con las secreciones de la vagina de Dorrie, que su flujo cubriera mi tranca hasta vaciarme en ella.

Le comí el chumino, lamía sus labios, sorbía el perfumado flujo femenino, lo introducía en mis labios y tragaba. Ella gemía:

—Ahhhuffff! —dejaba escapar espasmódicamente—Sigue, ahhhh; aaaasí, mueve la lengua y chúpamelo. Yo tomé su clítoris con ambos labios y sorbí, chupé en una larga mamada hasta que ella se vino en mi boca con chillidos y un ronroneo de placer. Con su boquita vertical aplastaba los míos. Después me pidió que le lamiera el agujero del culo, y lo hice ya a punto de correrme en sus dedos. Gocé el huequecito y hundí mi lengua hasta donde pude. La hice girar dentro. Mi polla con sacudidas golpeaba los glúteos de Dorrie. Yo notaba cómo subían por mi mango tieso gotas de flujo, una a una, y mojaban mi glande.

—¡Ahhghhgg! Me gusta, —musitaba, mientras le comía el ojo del culo y lamía sus paredes. Ella volvió a gemir, se movió y me dijo:

—Basta. Ahora...

Yo estaba tan caliente que temía irme así, sin poder joder con ella. Obedecí rápidamente.

Dorrie cogió mi cipote y le dio un golpe en cada lado. La polla se balanceó. Seguidamente me agarró los huevos sin apretar demasiado, se sentó sobre la tranca y la metió en su chocho. Su entrada estaba tan llena de fluido que se hundió hasta dentro. Dorrie empezó a follarme vigorosamente. Sus magníficas tetas saltaban a cada embestida. Los dos jadeábamos sonoramente. Inesperadamente se sacó la polla, dejó caer saliva sobre el capullo y comenzó a masturbarme. Sus dedos hacían girar la cabeza del glande con suavidad, hasta que me corrí sobre mi vientre, con golpes que vaciaban mis testículos de todo el esperma que contenían. Entonces, ella recogió la leche caliente entre los dedos de su mano, se tumbó frente a mí y me dijo:

—Me excita la idea de que veas cómo me masturbo delante de ti.

Se untó el coño con el semen. Se masturbó hasta llegar al orgasmo.

—Tú también —pidió.

No necesité que insistiera porque volví a empalmarme y me pajeé. Los dos tuvimos un nuevo orgasmo.

Al final nos fuimos a tomar una ducha juntos. Esa noche dormimos en mi cama.

Había un problema: Dorrie era la amante dorada de los millones de mi padre.


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