EL ROSTRO EN LA OSCURIDAD (parte 3 de 3)

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Fue entonces que ingresó en la habitación en donde aún estaba la flamante obra: el hombre hiperrealista sin mirada titulado “Los Anteojos Mágicos”. El crítico quedó abismado en una petrificación muda. En más de una ocasión había sostenido que Anahís era una artista de caminos fáciles, famosa gracias a sus propuestas controversiales, pero aquella pieza era prueba de que su ejecución era sublime. Rafael Valdez comprendió el porqué del título de la obra, comprendió que aquel hombre había perdido los ojos, y ahora podía ver todo lo que no veía antes, su mirada era introspectiva, sus ojos eran una ventana al alma.

 

De pronto se cerró la puerta de la habitación, y Rafael quedó atrapado en una noche sin estrellas, y entonces algo lo sujetó tapándole la boca. Intentó moverse pero también le enlazaron los brazos y las piernas, y hasta un tentáculo oscuro abrazó su prominente abdomen. Cuando su respiración se apagó, fue arrastrado por las penumbras hasta desaparecer en un rincón del taller.

 

Anahís regresó a la sala pero no vio al crítico. Recorrió entonces el departamento y al pasar junto a su taller vislumbró una criatura de una negrura absoluta. Un ser delgado, de manos grandes y dedos extremadamente largos. Encendió la luz pero la criatura había desaparecido, y solo encontró las gafas redondas de Rafael tiradas en el suelo.

 

Poco después se acostó para descansar; había tenido demasiadas visitas y demasiado alcohol en muy poco tiempo, además, al día siguiente tenía una importante muestra a la que llevaría su nueva escultura.

 

Al despertar, fueron a buscar la pieza, y ella se preparó para ir a presenciar la muestra en la Galería Nacional de Arte. Pero cuando estaba pintándose los labios de bordó frente al espejo, decidió desvestirse y quedarse en su departamento. No tuvo ganas de hablar con periodistas, tampoco le importaba que pudieran ir interesados en comprar sus obras, y aunque el teléfono sonó repetidas veces, ella jamás atendió.

 

La escultura fue adquirida por un empresario ruso que deseó conocer a la autora, pero ella pidió a la galería que le dijeran que estaba de viaje, y postergó el encuentro para otra oportunidad.

 

Anahís no deseaba salir, y enseguida continuó haciendo lo único que la hacía feliz: trabajar en su cuarto oscuro.

 

Comenzó a esculpir una bailarina. “Clara”, así la llamó. La obra estaría apoyada sobre la punta de un pies en un equilibrio imposible. Cincuenta kilogramos de arcilla sobre un apoyo menor a un centímetro cuadrado. Mientras elaboraba la figura, algo a su alrededor estaba ocurriendo. La arcilla se sostenía sin dificultad alguna. La gravedad no seguía los principios newtonianos en ese sitio; Anahis podía sentir, en esa oscuridad, que el aire caía hacia el suelo, mientras los trozos de arcilla flotaban como nubes a su alrededor, incluso sus herramientas de trabajo se elevaban de a poco hasta alcanzar el cielorraso. De pronto sintió otras manos por encima de las suyas, que se apoyaron con total suavidad. Anahís se apartó de la escultura dando un salto hacia atrás. Entonces notó que alguien estaba parado junto a ella, y pudo sentir una respiración lenta y profunda. Regresó entonces a la tarea, y otra vez sintió el tacto en aquella tiniebla profunda. No se apartó esa vez, continuó trabajando mientras aquel ser la guiaba. Primero sobre sus manos, luego recorriéndole los brazos con unos dedos largos pero suaves. Llegó así hasta sus hombros, entrecortando su respiración. En ese momento el ser se le acercó al oído y emitió un susurro apenas audible: «Mía».

 

Un dedo de la criatura le recorrió la espina hacia abajo, y su sostén se desprendió sin esfuerzo para caer al suelo, un instante después también cayó su vestido.

 

La artista tembló, y enseguida recogió sus prendas y se dirigió corriendo hacia la llave de luz. La perilla emitía un brillo leve, siendo lo único visible en esa sombra sin final. Al encender la lámpara no pudo ver a la criatura. Frente a ella solo estaba la escultura, que ya estaba terminada.

 

La bailarina permanecía en perfecto equilibrio, sin siquiera tener alambres que unieran la pieza a la base. El nivel de detalle, además, era sobresaliente. Cada pliegue de su traje; cada rasgo de su cuerpo. Solo un elemento faltaba. En un rostro angelical, por encima de una hermosa nariz respingada, no había más que vacío. Como un soplo que le había quitado la mirada, “Clara”, la bailarina, no tenía ojos.

 

La siguiente noche Anahís estaba eufórica por su ritmo de producción. Inició una nueva obra, pero quería algo más. Tenía un deseo que pedir, y se armó de valor luego de ingresar al taller.

 

Comenzó a trabajar con las luces encendidas, y entonces habló:

 

—Quiero crear sin sombras —dijo—. ¿Me otorgas ese poder?

 

No hubo respuesta.

 

Ella apagó las luces y repitió el pedido:

 

—Quiero crear sin estas sombras. Libérame de tu velo y así podré hacer mi arte bajo la luz del día ¿Me otorgas ese poder?

 

La artista sintió una presencia a sus espaldas, y oyó una respiración helada chocar contra sus hombros. Un dedo frío le recorrió la mejilla, y Anahís cerró los párpaos expectante.

 

De repente, un dolor agudo la hizo estallar en un grito que se oyó en todos los rincones del edificio. Anahís se llevó las manos a la cara y salió corriendo de la habitacion. En el pasillo tropezó, y cayó como una pluma en llamas, apoyando las palmas en el suelo para imprimirlo de sangre. La luz del día quemó las heridas de su rostro, y de pronto todo fue oscuridad y silencio.

 

Detrás de ella, en el taller, estaba terminada su obra maestra: Un rostro diabólico, reflejo de un infierno interior, llenaba el lugar de rabia y desesperación. A diferencia de las otras obras hechas a oscuras, aquel rostro sí estaba completo, pues alguien había llenado las cuencas oculares, con los ojos de Anahís.

 

 

FIN


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